martes, 14 de julio de 2009

POR ACHAVAL NADIE DABA DOS MANGOS



EDUARDO SACHERI

POR ACHAVAL NADIE DABA DOS MANGOS

La verdad es que por Achával nadie daba dos mangos. Y si terminó atajando para nosotros en el desafío Final que armamos contra 5to 1ra. en marzo del ‘86 fue porque se sumó una cantidad descomunal de casualidades, de situaciones y de contingencias que si no se hubiese dado, habría hecho imposible que Achával terminase donde terminó, es decir, defendiendo nuestro honor debajo de los tres palos.
Cuando lo conocí, en 1ro. 2da, pensé: "Este tipo tiene cara de otario". Pero me dije que no tenía que ser tan mal bicho como para juzgar a alguien simplemente por la cara, de modo que me obligué a darle una oportunidad. Jugamos contra 1ro 1ra por primera vez en mayo de 1981. Apenas nos conocíamos, y Cachito —que iba a terminar atajando durante toda la secundaria— todavía se daba aires de mediocampista y se negaba a ir al arco. Por eso no tuvimos mejor idea que decirle a Achával. Error de pibes, claro. Porque cuando hacíamos gimnasia el tipo ya nos había demostrado que era un paquete que no servía ni para una carrera de embolsados. Pero en el apurón de juntar los once para el desafío, y ante la evidencia cruel, el viernes a la tarde, de que éramos diez y de que el resto de la división eran mujeres y ninguno de los diez quería ir al arco, Perico lo encaró y le dijo que teníamos un partido el sábado y que si quería podía jugar de arquero. El otro aceptó encantado, y yo pensé: "Bárbaro, un problema menos".
El asunto fue en la mañana del sábado. Cuando lo vi llegar se me bajaron los colores. Se había puesto una chomba blanca, un short con bolsillos, unas medias de toalla hasta la mitad de la pantorrilla y zapatillas blancas. Me quise morir. Un tipo que te viene a jugar al fútbol vestido de tenista es un augurio de catástrofe. Mientras nos calzábamos los botines detrás del arco el fulano se mandó para la cancha. Se paró bajo el arco y lo miró con curiosidad, como si fuese la primera vez en su vida que veía un artefacto como ese. Los chicos que estaban peloteando cerca le tiraron un pase. Esperó con las manos a la espalda, como un alumno aplicado. Que un tipo te venga a jugar en chomba blanca es delicado. Pero que espere el balón con las manos cándidamente cruzadas a la espalda se parece a una tragedia. Supongo que mi cara dejaba traslucir el espanto, porque Agustín me codeó y trate de tranquilizarme: "Andá a saber, capaz que al arco el tipo es una fiera". Pero ni él se lo creía. No hace falta que diga que cuando la pelota le llegó hasta los pies la devolvió sin intentar siquiera el más modesto de los jueguitos. Y le pegó de puntín, sin flexionar la rodilla. "Dios santo", pensé. Pero era tarde.
Cuando empezó el partido salimos todos como salvajes contra el arco de ellos. Pavadas que uno hace a los trece años, qué se le va a hacer. Nos esperaron, nos aguantaron, y a los diez minutos nos tiraron un contraataque que parecía el desembarco en Normandía. Cuando los vi disparando hacia nuestro arco, con pelota dominada, cuatro tipos contra Pipino, que era el único juicioso que se había parado de último, dije: "Sonamos". Pero guarda, que ellos también tenían trece, y cada uno estaba dispuesto a hacer el gol de su vida. De manera que el petisito Urruti, que jugaba de siete, en lugar de tocar al medio, lo pasó a Pipino por afuera y se jugó la personal. La pelota se le fue larga, pero Achával seguía clavado a la línea como si fuera un arquero de metegol. La verdad es que viéndolo así, alto, tieso, con las piernas juntas, lo único que le faltaba era la varilla de acero a la altura de los hombros. Cuando el petisito le pateó tuve un atisbo de esperanza. La pelota salió flojita, a media altura. Fácil para cualquier tipo que tuviera la mínima idea de cómo se juega a este deporte. Pero se ve que Achával no era el caso. Porque en lugar de abrir sencillamente los brazos y embolsar la pelota se tiró hacia adelante, como para cortarle el paso al balón en el camino. Pobre, supongo que habría visto alguna vez un partido por la tele y pretendía que lo tomásemos en serio. Lo doloroso fue que calculó tan horriblemente mal la trayectoria que la pelota, en lugar de terminar en sus brazos, le pegó en el hombro izquierdo, se elevó apenas y entró en el arco a los saltitos. En lo personal hubiera deseado insultarlo en cuatro idiomas y dieciséis dialectos, pero como no había nadie dispuesto a tomar su puesto en la valla me mordí los labios y volvimos a sacar del medio.
El segundo gol fue, sin dudas, más pavo que el primero. Un tiro libre más o menos desde Alaska. Pipino la dejó pasar al grito de "Tuya, arquero", porque el delantero más cercano estaba fácil a diez metros de la pelota. Pero Achával no estaba listo para semejante momento. No atinó a agachar su metro ochenta y cuatro para tomar la pelota con las manos. Intentó un despeje con la pierna derecha. Y pasó lo que tenía que pasar cuando el tipo que intenta pegarle de derecha te viene a jugar un desafío con medias tres cuartos de toalla blancas y zapatillas de tenis: le pifió, la pelota le pegó en la pierna izquierda y siguió el camino de la gloria. Riganti —el que había pateado— tuvo al menos la honestidad de no gritarlo. Yo ya tenía tal calentura que para no insultar a Achával estaba masticando mis propios dientes como chicles.
Cuando los de 1ro. 1ra. vieron el paquete que teníamos al arco decidieron aprovechar el festival hasta las últimas consecuencias. Pateaban desde cualquier lado, y si nos comimos solamente siete fue porque Agustín y Chirola terminaron jugando pegados uno a cada palo y sacando pelota tras pelota de la propia línea. El tercero y el cuarto fueron casi normales. En el quinto había pateado Zamora. La pelota fue al pecho de Achával, quien, dispuesto a complicar todo lo complicable, dejó que el balón le rebotase y le quedara servida a Florentino. En el sexto gol Achával quiso experimentar en su propia piel qué sentía un arquero al despejar un centro con los puños. Fue casi un milagro: logró que sus puños se encontraran con la pelota en el aire. Lástima que el puñetazo lo dio sobre propio arco, y tan bien colocado que lo sobró a Chirola, que estaba cuidándole el primer palo.
Perder 7 a 3 en nuestro primer desafío fue traumático para nuestros tiernos corazones adolescentes. Pero por lo menos sacamos dos conclusiones importantes: Cachito renunció a sus aspiraciones de ocho gambeteador y se resignó a vivir el resto de la secundaria bajo los tres palos. Y a Achával no volvimos a llamarlo en la perra vida para jugar los desafíos. Quedamos con diez, pero gracias a Dios lo solucionamos rápido. En junio nos cayó Dicroza directamente de los cielos. Le habían dado el pase del ENET para no echarlo. Creo que no hubo un solo año en el que el tipo terminase con menos de veinte amonestaciones. Pero su espíritu belicoso, que según el rector García lo convertía en un individuo 'totalmente indisciplinado", bien orientado por el plantel, bien contenido, bien guiado hacia las pantorrillas de los contrarios, era algo así como una espada de justicia que disuadía a los rivales de peligrosas osadías.
De manera que el debut y despedida de Achával se había producido en mayo de 1981. Y así hubiesen quedado las cosas de no ser porque el pelotudo de Pipino tiene más boca que cerebro. Nos recibimos en diciembre del '85, con una estadística preciosa. Verdaderamente una pinturita. Treinta y dos ganados, seis empatados, dieciocho perdidos. Por supuesto que ésa era la estadística general, de primero a quinto. Pero los parciales también nos fueron favorables. Empezamos quinto año sabiendo que 5to. 1ra. no podía alcanzar a nuestro 5to. 2da., salvo que jugásemos doce mil partidos en el año. Igual mantuvimos la distancia. Jugamos ocho, ganamos cuatro y empatamos uno. ¿Qué más podíamos pedirle a la vida? Nada, absolutamente nada. Cuando nos dieron los diplomas colgamos una banderita en el salón de actos. Me dijeron que García, el rector, preguntó que eran esos números, "32-6-18", en tinta roja, imitando sangre. Pero ninguno de los del palco sabía una pepa del asunto. Los que sí sabían eran, lógicamente, los de 5to. 1ra., que sufrieron como viudas toda la ceremonia y que intentaron vanamente quemarnos la insignia una vez iniciada la desconcentración, cuando los invitados se encaminaron hacia el gimnasio para el brindis.
De manera que listo, la vida ya estaba completa. Pero no: va el imbécil de Pipino y se encuentra en Villa Gesell con Riganti y con Zamora, dos de nuestros archienemigos, y los otros lo hacen calentar con que somos una manga de fríos y que por qué no jugamos un Desafío Final a la vuelta de las vacaciones, para "terminar de definir quién era quién en la promoción '85". Y el inocente, el idiota, el boludo de Pipino, en la calentura del momento les dice que sí, que no hay problema. ¿Puede alguien ser tan inútil? Bueno, sí, Pipino puede.
Cuando en febrero empezamos a contactarnos con la idea de seguir jugando juntos, Pipino se vino con la novedad del desafío que había pactado. Chirola se lo hizo repetir varias veces, para asegurarse de haber escuchado correctamente. Después tuvimos que agarrarlo entre cuatro porque lo quería moler a golpes, pero la cosa no pasó a mayores. Agustín y Matute dijeron que ellos no iban a agarrar viaje, ni a arriesgar un prestigio bien ganado a lo largo de todo un lustro, porque cualquier estúpido se fuera de boca hablando con el enemigo.
Pero códigos son códigos, qué se le va a hacer. De manera que cuando se nos pasó la bronca del momento nos dimos cuenta de que no había escapatoria. Agustín insistió todavía con alguna protesta. Nos dijo que pensáramos en el bochorno y en el lugar en el que nos íbamos a tener que meter la bandera si nos ganaban justo ese partido. Nos llamó la atención sobre que el último año del colegio había venido bastante parejo, que nos habían ganado tres de ocho, y que el riesgo de que nos acostaran era grande. Que se hiciera cargo el imbécil de Pipino, a fin de cuentas. Tenía razón. Seguro que tenía razón. Pero ahí habló Pipí Dicroza, nuestro zaguero sanguinario, y dijo que si vos tenés un perro y tu perro muerde a una vieja que pasa por la vereda, al veterinario lo tenés que garpar vos, porque no podes hacerte el otario si el perro es tuyo. Y después lo miró a Pipino, como para que no nos quedaran dudas de la alegoría. Ahí no quedó margen para seguir discutiendo. Había que jugarlo. Jugarlo y punto.
Pero nuestras dificultades recién empezaban. Cuando nos juntamos el sábado siguiente a patear en el colegio, faltaban Rubén, Cachito y Beto. Los esperamos un buen rato, y al final lo encaramos a Pipino, que para expiar parte de su pecado había quedado encargado de convocar a los que faltaban. Con un hilo de voz, muy pálido, nos dijo simplemente que eran "clase '67". Algunos no entendieron, pero a mí se me heló la sangre. Recorrí las caras que tenía alrededor. Todos eran del '68, menos Dicroza, que se había salvado por número bajo. Así que teníamos a tres jugadores haciendo la colimba. Maravilloso, definitivamente maravilloso.
Agustín trató de mantenerse sereno, preguntándole a Pipino si sabía dónde estaban destinados. Ahí Pipino se aflojó un poco. Evidentemente tenía alguna buena noticia al respecto. Con una sonrisa, nos dijo que Beto y Rubén la estaban haciendo en el distrito San Martín, porque el tío los había acomodado y salían cuando querían. A mí me preocupó un poco que después se quedara callado, porque de Cachito no había dicho nada. Agustín lo interrogó al respecto, sin perder la calma. El otro respondió en un murmullo, tan bajito que tuvimos que pedirle que lo repitiera. "Río Gallegos", suspiró. Eso fue todo. Nos sepultó la sombra del silencio. Jugarles un Desafío Final y darles a esos turros la posibilidad de puentear la estadística y abrazar la gloria era un desatino. Pero jugarles sin Cachito al arco era como ponernos un revólver en la sien nosotros mismos. Yo me quise morir. Chirola, en cambio, aprovechó la distracción del resto para ponerle una buena mano a Pipino como un modo de sacudirse la angustia. Pero hasta él sabía que de ese modo tampoco arreglaba nada.
De manera que terminamos por tirarnos bajo los árboles a rumiar las peripecias de nuestro plantel, hasta que alguien tuvo la hombría de sumar dos más dos, pensar en voz alta y decir que íbamos a tener que llamarlo a Achával, porque era el único varón disponible. El Tano preguntó si no era preferible jugar con diez, pero Agustín, que es un estudioso, nos dijo que no valía la pena, porque la cancha medía como ciento cinco metros por setenta y pico, y que en semejante pampa un jugador menos se notaba demasiado. "Un jugador ya sé, pero Achával...", el Tano sacudía la cabeza sin convicción.
Nos pasamos cuarenta y cinco minutos discutiendo en qué puesto ponerlo. Finalmente consideramos que el sitio menos peligroso era ubicarlo delante de la línea de cuatro, como para tapar un poco el aire a la salida del círculo central. A lo mejor era capaz de obedecer un par de órdenes concretas, al estilo de "No te le despegues al cinco" o "Pegale al diez bien lejos del área". A lo mejor algo había aprendido en esos años.
Lo que no fuimos capaces de calcular era que el punto ese se viniera con exigencias al momento de la convocatoria. Cuando lo llamó Agustín le dijo que sí, que se prendía encantado, pero al arco. Agustín no estaba listo para eso. Y cuando insistió, el otro volvió a retrucarle que no tenía problema en asistir, pero que jugaba sí o sí al arco, que era "su puesto natural". Cuando Agustín nos contó me acuerdo que Pipí Dicroza se agarraba el pelo con las dos manos y se reía como loco, pero de los nervios. "¿Cómo que el puesto natural? ¿Se le fundieron los tapones al boludo ese?" Yo pensé que tal vez era una venganza, una cosa así. Al tipo nunca lo habíamos convocado en toda la secundaria, y ahora nos tenía en el puño. Se iba a dejar hacer los goles como un modo de castigarnos. Así que me fui hasta la casa a encararlo.
Pero cuando me abrió la puerta me desbarató las intenciones. Salió a darme un abrazo con cara de Virgen María. Estaba chocho. No me dejó ni empezar a hablar, y de movida me informó que se había ido esa misma mañana a comprar guantes y medias de fútbol. Que durante la semana estaba trabajando en Cañuelas en el campito de unos tíos, pero que me quedara tranquilo porque ya había pedido permiso, y el sábado iba a salir de madrugada para llegar cómodo a su casa, descansar un rato y venirse después de comer para el partido. Y cuando me invitó a pasar y tomar unos mates a mí se me había atravesado como una angustia terrible, de pensar cómo carajo le decía a este tipo que lo íbamos a poner de tapón en el mediocampo para que no estorbara. Mientras la pava silbaba me dediqué a mirarlo. Estaba igual que a los trece. Altísimo. Flaquísimo. Con las patitas enclenques y un poco chuecas. La espalda angosta y los brazos largos. Capaz que para el béisbol prometía, qué sé yo. Pero lo que era para ponerlo al arco en el Desafío Final contra 5to. 1ra, ni mamados. No había modo. Pero ahí se volvió a mirarme con una sonrisa de angelito y me dijo: "Ya sé que cuando jugué con ustedes en primer año los hice perder, pero quédate tranquilo. Esperé demasiado tiempo una oportunidad como ésta, y no los voy a hacer quedar mal".
Si me faltaba algo para terminar de sentirme el tipo más hijo de mil puta sobre el planeta Tierra era eso. Al mono ese lo habíamos colgado hacía cinco años. Nunca jamás lo habíamos llamado para jugar, por perro. Y en lugar de estar tramando una venganza de Padre y Señor Nuestro, el tipo lo único que pretendía era no defraudar a sus compañeros de 5to. 2da. con un nuevo fracaso.
¿Qué iba a hacer? Me paré, le di un abrazo y le dije que estuviese tranquilo, que sabíamos que no nos iba a fallar. Cuando me acompañaba hasta el portoncito del frente le pregunté, como al pasar, si en estos años había estado jugando en algún lado. Me dijo, con el mismo rostro de beatitud infinita, que no, que en realidad su último partido de fútbol había sido ése, porque el médico le había recomendado que se dedicara a correr y él le había hecho caso.
Cuando me tomé el colectivo para casa pensé que estábamos perdidos íbamos a jugar un partido inútil contra nuestros rivales de sangre. Sin necesidad, simplemente porque el Pipino era un imbécil bravucón. Íbamos a jugarlo sin Cachito al arco, porque estaba haciendo la colimba en Río Gallegos, íbamos a poner al arco a un fulano que no la veía ni cuadrada y que durante los últimos cinco años se había dedicado a maratonista. Y yo era el estúpido que tenía que decírselo a los muchachos.
Cuando nos encontramos para entrenarnos el jueves a la tarde, hice lo único que correspondía hacer en semejante situación. Les mentí como un cochino. Les dije que estábamos totalmente a cubierto, que Achával era una fiera bajo los tres palos, que el tipo se la había jugado de callado todos estos años pero que había llegado hasta la quinta división de Ferro y que estaba esperando club. Paro acá porque me da vergüenza escribir todas las mentiras que dije en ese momento. Para peor las dije tan bonitas, o los muchachos estaban tan necesitados de escuchar buenas noticias, que se abrazaban, saltaban, cantaban canutos de cancha. Estaban chochos. Alguno hasta comentó como un buen augurio el hecho de que Cachito estuviera haciendo la colimba en el culo del mundo. Yo los dejé. ¿Para qué les iba a amargar la vida? Si bastante se la iban a amargar el sábado a la tarde.
El día señalado estuvimos temprano, después de comer. Pasé lista a las dos y media y estaban todos excepto nuestra nueva estrella. Con los de 5to. 1ra. nos saludamos de lejos. Parece mentira, cinco años en el mismo colegio y había tipos de los que nos sabíamos sólo los apellidos. Pero, qué se le va a hacer, cosas de la guerra.
Cuando llegó Achával, cerca de las tres, hubo un momento de cierta tensión. Los muchachos se pusieron de pie y le estrecharon la mano. Supongo que cuando lo vieron, con la misma pinta de poste de alumbrado de toda la vida, sospecharon que el asunto de la quinta división de Ferro era un invento. Igual fueron cordiales. El que estaba raro era Achával. Les sonrió a todos, es cierto. Pero estaba muy pálido, y nos miraba atento y a la vez distante, como si nos viese a través de un vidrio. "El tipo debe estar más nervioso que nosotros", pensé. De reojo, vi que los de 5to. 1ra. lo habían localizado, y los más memoriosos debían estar recordándoles a los otros las virtudes arquerísticas de nuestro crack recién recuperado. Tuve un momento de zozobra cuando Achával se sacó la campera y los pantalones largos de gimnasia. Pero cuando lo vi me volvió el alma al cuerpo. Buzo verde y amplio, medio gastado. Pantaloncito corto pero sin bolsillos. Medias de fútbol. Zapatillas bien caminadas. "Arrancamos mejor que la vez pasada", festejé para mis adentros.
Cuando empezó el partido se notó que los tipos esos de 5to. 1ra. estaban dispuestos a lavar sus desdichas de cinco años en noventa minutos. Se lanzaron a correr como galgos hambrientos. Ponían pierna fuerte hasta en los saques de arco. Se gritaban unos a otros para mantenerse alertas y no mandarse chambonadas.
Y nosotros... ¡ay, nosotros! Parece mentira cómo diez tipos que se han pasado la vida jugando juntos, que se saben todas las mañas y todos los gestos, que tocan de memoria porque se conocen hasta las pestañas, pueden convertirse en semejante manga de pelotudos en un momento como ése. Fueron los nervios. Por más que tratásemos de no pensar, la idea se te imponía, me cacho. Les ganaste treinta y dos veces, pero si te ganan ésta, sonaste. Y no importa que Pipino sea un enfermo. Es de los tuyos y arregló el desafío. Así que si perdés, fuiste para toda la cosecha. Como cuando estás en el picado y algún iluminado de tu equipo, que va ganando por diecisiete goles, no tiene mejor idea que decir, para animar el asunto, la maldita frase "El que hace el gol gana". ¿Pue-den existir semejantes otarios? Existen. Juro que existen. Bueno, el Pipino había sido una especie de monumento al idiota de esa categoría. Y yo no me lo podía sacar de la cabeza, y supongo que los demás tampoco. Porque si no, no se explica que hayamos arrancado jugando tan, pero tan, pero tan como los mil demonios. No dábamos dos pases seguidos. Hasta los laterales los sacábamos a dividir, y perdíamos todos los rebotes. Dicroza, sin ir más lejos, estaba hecho una señorita dulce y temerosa, una bailarina clásica, mal rayo lo parta.
A los cinco minutos del primer tiempo yo ya estaba mirando el reloj. A los siete, ellos se acercaron por primera vez seriamente al área. Se armó un entrevero apenitas afuera de la medialuna. Zamora la calzó con derecha, de sobrepique, y la bola salió como si le hubiese dado con una bazuca.
Yo recé. La pelota pegó en el travesaño y picó apenas afuera. Achával, que algo hubiera debido tener que ver en el asunto, la miraba como si se tratase de un objeto extraño y hostil, difícil de catalogar, que atravesaba el aire a su alrededor. Despejó Chirola con lo último de lo último. Cuando iba a venir el corner me acordé del despeje con los puños que Achával había perpetrado en 1981 y sentí profundos deseos de llorar. No sabía si cavar una trinchera, llamar a la policía o retirar al equipo. Daba lo mismo. Ellos lanzaron un centro precioso, al primer palo, para que la peinara Reinoso y la mandara para alguno de los altos en el segundo. Para cualquier arquero era un balón complicado. Para Achával era imposible. Cerré los ojos.
Cuando los abrí, el área se estaba vaciando de gente. Chirola pedía por derecha y Agustín por izquierda. Ellos volvían de espaldas a su propio arco. Y ahí, en el borde del área chica, con la pelota bajo un brazo, las piernas apenas abiertas, el chicle en la boca, la mirada altiva, estaba Juan Carlos Achával. El amor de Dios es infinito, pensé. Nacimos de nuevo.
Lástima que el asunto recién empezaba. Supongo que todas las chambonadas que no cometimos en cinco años de secundario estábamos decididos a llevarlas a la práctica en esa tarde miserable. A los veinte les dejamos libre el camino para el contraataque y quedó Pantani cara a cara con Achával. Encima ese Pantani es más frío que una merluza. En lugar de patear al voleo lo midió, le amagó y se tiró a pasarlo por la derecha. Lo escribo y todavía no me lo creo. Achával, con su metro ochenta y pico a cuestas, estuvo en el piso en una fracción de segundo, hecho un ovillo en torno de la pelota. Ahí los nuestros sí que le gritaron. Y el tipo, cuando se levantó, estaba radiante. Era como si cada cosa que le salía derecha le fortaleciera las tripas, porque de a poco se soltaba en los movimientos y le volvían los colores a la cara. Cuando a los treinta minutos se colgó del aire y sacó al corner, con mano cambiada, un tiro libre de González, yo ya casi no me extrañé. Era como si simplemente lo hubiese estado esperando. Como cuando tenés fe ciega en tu arquero. Como en los mejores días de Cachito. Y al terminar el primer tiempo, cuando le tapó otro mano a mano al nueve de ellos, yo mismo, que soy más callado que una planta, me encontré felicitándolo a los alaridos.
Cuando a los tres minutos del segundo tiempo le sacó un cabezazo a quemarropa a Zamora mientras los otros malparidos ya gritaban el gol, yo me dije: "Hoy ganamos". Esas cosas del fútbol. Cuando te revientan a pelotazos durante todo un partido y no te embocan, por algo es. A la primera de cambio los vacunas. Dicho y hecho. Por supuesto que no fue un golazo. Con la tarde de mierda que teníamos todos, como para andar convirtiendo goles inolvidables. Fue a la salida de un corner, en medio de un revoleo descomunal de patas. Le pegó Pipino, se desvió en uno de los centrales, pegó en el palo y entró pidiendo permiso. Por supuesto que lo gritamos como si hubiese sido el gol del milenio. La bronca que tenían esos tipos no se puede explicar con palabras. Pero guarda: estaban recalientes pero no desesperados. Faltaban treinta y cinco minutos. Y si nos habían metido diez situacio-nes de gol hasta ese momento, calculaban que cuatro o cinco más iban a tener de ahí en adelante.
Se equivocaron, pero porque se quedaron cortos. Yo conté catorce. Y paré ahí porque no quería saber más nada, aunque deben haber sido como veinte en total. Nosotros nos metimos atrás como si fuéramos Chaco For Ever ganando uno a cero en el Maracaná. De giles, qué se le va a hacer. Pero el asunto es que con esa táctica lo único que logramos fue cortar clavos como beduinos. Nuestro delantero de punta estaba parado a la salida del círculo central, pero del lado nuestro. A la cancha faltaba ponerle una de esas señales de tránsito negras y amarillas, con el autito por la subida, para indicar que el pasto estaba en pendiente pronunciada contra nuestro arco. La revoleábamos de punta y a los cielos, y a los veinte segundos la teníamos de nuevo quemándonos las patas.
Menos mal que estaba Achával. Sí. Aunque parezca increíble. En medio de semejante naufragio, el único tipo que tenía la cabeza fría y los reflejos bien puestos era él. Se cansó de tapar pelotas, de gritar ordenando a la línea de cuatro, de calentar a los delanteros de ellos para hacerles perder la paciencia. Vos lo veías esa tarde y parecía que el tipo había nacido en el área chica, debajo de los tres palos. A los quince del segundo cacheteó una pelota por encima del travesaño que a cualquier otro, incluso a Cachito, se le hubiese metido. A los veintidós cortó un centro abajo cuando entraban cuatro fulanos de 5to. 1ra. para mandarla a guardar, y sin dar rebote. A los treinta se lanzó como una anguila para sacar un puntinazo que se metía en el rincón derecho contra el piso. Más le tiraban y el tipo más se agrandaba. Le llovían los centros y Achával los descolgaba como si fueran nísperos.
Nunca en la perra vida vi a un tipo atajar lo que esa tarde le vi atajar a Juan Carlos Achával. La cara se le había transformado. Estaba rojo de la alegría, de la tensión y de la manija que le dábamos nosotros con nuestro aliento. Gritábamos sus tapadas como si fueran goles. Estábamos en sus manos enguantadas, y el tipo lo sabía. Lo malo era que no lo ayudábamos para nada. Lo único que hacíamos era pegotearnos contra el área y hacer tiempo en cada ocasión que teníamos. Pero el reloj parecía de goma.
A los treinta y cinco yo sentía que íbamos por el minuto ciento quince. Me acuerdo de que iba justo ese tiempo porque Agustín acababa de gritarme que faltaban diez, que parásemos la pelota en el mediocampo. Pero no tuve ni tiempo de contestarle porque lo que vi me dejó helado. El nueve de ellos acababa de pasar a los dos centrales y estaba entrando al área recto al arco. Por primera vez en la tarde, Achával, aunque le achicó bien, erró el zarpazo cuando el otro se tiró a gambetearlo. Estábamos listos, porque el petiso acababa de dejar a nuestro arquero en el piso a sus espaldas. Supongo que Urruti (el mismo que le había embocado el primer gol en aquella jornada fatal del 7 a 3) debe estar todavía el día de hoy preguntándose qué cuernos pasó que terminó pateando el aire en el lugar en que debía estar la pelota. Seguro que no vio (no pudo ver, porque nadie pudo verlo) la manera en que Achával se incorporó y desde atrás se tiró como una lanza, con el brazo arqueado por delante de los pies del otro, para tocarle apenitas la bola hacia el costado, sin rozar siquiera el pie del delantero. Poesía. Esa tarde Achával fue poesía.
Después de esa jugada pareció como si el partido hubiese terminado. En los minutos siguientes se jugó muy trabado en el mediocampo, pero ellos no volvieron a posiciones de peligro. Era como si pensaran que si no habían hecho ese gol, no podían hacer ninguno. Supongo que nosotros también nos relajamos, porque de lo con-trario no puede entenderse el corner estúpido que les regalamos cuando faltaban dos minutos. Zamora lo tiró bien, el muy turro. Podrido como estaba de que Achával le descolgara todos los centros, esta vez lo lanzó muy pasado y muy abierto. Nosotros, que, como ya expliqué, no parábamos ni a un caracol anciano, la miramos pasar por arriba con expresión de vacas. Lo terrible fue que del otro lado la estaba esperando Rivero, el arquero de ellos, parado en posición de diez, un metro afuera del área. Yo supongo que si lo pones a Rivero a pegarle setecientas veces a un centro que baja así de pasado, trescientas veces le pifia al balón y las otras cuatrocientas la cuelga de los árboles. Pero esta vez el muy mal parido la calzó como venía y la escupió abajo contra el palo derecho. Ya dije que Achával era lungo, flaco y torpe. Pero la mancha verde de su buzo pegándose a la tierra me indicó que iba a llegar también a ésa. La pelota traía tanta fuerza que, después de rebotar contra las manos de Achával, volvió al centro del área. Cuando González, el maldito que mejor le pegaba de los veintidós presentes, pateó como venía con la cara interna del pie zurdo hacia el palo izquierdo del arco nuestro, necesariamente estábamos fritos. Por más que Achával estuviese en una tarde de epopeya, no podía levantarse en un cuarto de segundo junto al palo derecho y volar al ángulo superior izquierdo para bajar semejante bólido.
Gracias a Dios, esta vez no cerré los ojos. Porque lo que vi, estoy seguro, será uno de los cinco o seis mejores recuerdos que pienso llevarme a la tumba. Primero la bola, sólo la bola, subiendo hacia el ángulo. Pero enseguida, por detrás de esa imagen, un tipo lanzado en diagonal, con los brazos todavía pegados a los lados del cuerpo para mejorar la fuerza del impulso. Después, los brazos abriéndose como las alas de una mariposa volan-do con un buzo verde, las manos enguantadas describiendo dos semicírculos perfectos, armónicos, exactos. Y al final dos manos al frente del vuelo, encontrándose entre sí y con una bala brillante y blanca, que de pronto cambia de rumbo y se pierde veinte centímetros por encima del ángulo del arco.
Cuando terminó, lo primero que quise hacer fue ir a encontrarme con Achával. No fui el único. Todos tuvimos la misma idea al mismo tiempo. Lo rodeamos cuando se estaba sacando los guantes al lado del palo y lo levantamos en andas como si acabase de hacer un gol de campeonato. Achával nos sonreía desde su modesto Olimpo y se dejaba llevar.
Cuando se liberó de los últimos abrazos, me acerqué para saludarlo cara a cara. No sabía bien qué iba a decirle, pero le quería pedir perdón por haberlo borrado todo ese tiempo, por haber sido tan pendejo de no ofrecerle otra oportunidad después de aquel debut de catástrofe. Cuando le tendí la mano y me largué a hablar, me cortó en seco con una sonrisa: "No tenés de qué disculparte, Dany. Está todo perfecto". Y cuando insistí, me repitió: "Quédate tranquilo, Daniel, en serio. Yo quería esto. Gracias por invitarme".
Le pedimos cincuenta veces que se quedara con nosotros a tomar unas cervezas, pero dijo que tenía que rajarse enseguida para Cañuelas. Le dijimos que no, que no podía, porque a la noche habíamos quedado en la pizzería de la estación con las chicas del curso para salir todos juntos. Volvió a sonreír. Nos dio un beso y se despidió con un "Bueno, cualquier cosa después los veo", pero a mí me sonó a que no pensaba pintar por la pizzería ese sábado a la noche.
Llegué a casa como a las siete, con el tiempo justo para comer algo, pegarme un buen baño, vestirme y volver a salir, porque habíamos quedado en encontrarnos a las nueve. Pasé por lo de Gustavo y después nos fuimos los dos hasta lo de Chirola. A una cuadra de la pizzería vimos que Alejandra y Carolina venían caminando para el lado nuestro.
Cuando estuvieron cerca nos quedamos de una pieza: las dos venían llorando a mares. Gustavo les preguntó qué pasaba.
—¿Cómo...? ¿No saben nada? —La voz de Alejandra sonaba extraña en medio de los sollozos. Nuestras caras de sorpresa significaban que no teníamos ni la más remota idea —. Juan Carlos... Juan Carlos Achával... se mató en un accidente en la ruta 3, viniendo para acá.
Yo sentí que acababan de pegarme un martillazo encima de la ceja.
—¿Cómo viniendo? Yendo para Cañuelas, querrás decir... —en medio de mi espanto escuchaba la voz de Gustavo.
—No, nene —Carolina siempre le dice nene a todo el mundo—, viniendo para acá, esta madrugada...
Chirola me miraba con cara de no entender nada y Gustavo insistía en que no podía ser.
—Te digo que sí —Alejandra porfiaba entre sollozos—, hablé con la hermana y me dijo que se había venido temprano en la chata del tío porque a la tarde tenía el desafío de ustedes contra el otro quinto... ¿no es cierto?
Supongo que de la tristeza me habrá bajado la presión de golpe. Para no caerme redondo me senté en el cordón de la vereda. No entendía nada. Las chicas tenían que estar equivocadas. No podía ser lo que decían. De ninguna manera.
Pero entonces me acordé de la tarde. De la bola que Achával había cacheteado, arqueado hacia atrás, por encima del travesaño. De la otra, la que había sacado con mano cambiada del ángulo derecho. De la que le había afanado de adelante de los pies al petiso Urruti. Y por encima de todo me acordé del doblete con Rivero y con González. Me vino la imagen de Juan Carlos Achával lanzado de un palo al otro, sostenido en el aire a través de los siete metros de sus desvelos, con las alas verdes de su buzo de arquero y todo el aire y la bola brillante y la sonrisa. Y entonces entendí.

EL COLLAR

GUY DE MAUPASSANT
Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espí-ritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplan-do la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de in-dignación.
La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.
Cuando, a las horas de comer, se sentaba delante de una mesa redonda, cubierta por un mantel de tres dí-as, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de satisfacción: "¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!", pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata resplande-cientes, en los tapices que cubren las paredes con personajes antiguos y aves extrañas dentro de un bosque fan-tástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes maravillosas; en las galanterías mur-muradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.
No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de que carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atrac-tiva y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando de pena, de pesar, de desesperación.
Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y agitando en la mano un ancho sobre.
-Mira, mujer -dijo-, aquí tienes una cosa para ti.
Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
"El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les hagan el honor de pa-sar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio."
En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:
-¿Qué haré yo con eso?
-Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco, y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!... Te advierto que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan, las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Verás allí a todo el mun-do oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:
-¿Qué quieres que me ponga para ir allá?
No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució:
-Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito...
Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar por sus mejillas.
El hombre murmuró:
-¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?
Mas ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y respondió con tranquila voz, enju-gando sus húmedas mejillas:
-Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a cualquier colega cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.
Él estaba desolado, y dijo:
-Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera servirte en otras ocasiones, un traje sencillito?
Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asimismo en la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del empleadillo.
Respondió, al fin, titubeando:
-No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.
El marido palideció, pues reservaba precisamente esta cantidad para comprar una escopeta, pensando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre, con algunos amigos que salían a tirar a las alondras los domingos.
Dijo, no obstante:
-Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más posible, ya que hacemos el sacrificio.
El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:
-¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres días.
Y ella respondió:
-Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos modos, una misera-ble. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.
-Ponte unas cuantas flores naturales -replicó él-. Eso es muy elegante, sobre todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.
Ella no quería convencerse.
-No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres ricas.
Pero su marido exclamó:
-¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
-Tienes razón, no había pensado en ello.
Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.
La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:
-Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana de oro, y pedrería primorosa-mente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:
-¿No tienes ninguna otra?
-Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.
De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón empezó a la-tir de un modo inmoderado.
Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis contem-plando su imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
-¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.
-Sí, mujer.
Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las otras y esta-ba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trata-ban de serle presentados. Todos los directores generales querían bailar con ella. El ministro reparó en su hermo-sura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el triun-fo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie de dicha formada por todos los homenajes que reci-bía, por todas las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan completa y tan dulce para un alma de mujer.
Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.
Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto abrigo de su vestir ordina-rio, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo:
-Espera, mujer, vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.
Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.
Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si les avergonzase su miseria durante el día.
Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron tristemente en el portal. Pensaba, el hombre, apesadumbrado, en que a las diez había de ir a la oficina.
La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente dejó escapar un grito.
Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:
-¿Qué tienes?
Ella se volvió hacia él, acongojada.
-Tengo..., tengo... -balbució - que no encuentro el collar de la señora de Forestier.
Él se irguió, sobrecogido:
-¿Eh?... ¿cómo? ¡No es posible!
Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes. No lo en-contraron.
Él preguntaba:
-¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
-Sí, lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.
-Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.
-Debe estar en el coche.
-Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?
-No. Y tú, ¿no lo miraste?
-No.
Se contemplaron aterrados. Loisel se vistió por fin.
-Voy -dijo- a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo encuentro.
Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una silla, sin lum-bre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.
Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde podía ofrecérsele alguna esperanza.
Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante aquel horrible desastre.
Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido averiguar nada.
-Es menester -dijo- que escribas a tu amiga enterándola de que has roto el broche de su collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo.
Ella escribió lo que su marido le decía.
Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.
Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran echado encima cinco años, manifes-tó:
-Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.
Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior.
El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:
-Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí vacío para complacer a un cliente.
Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida, recordándola, describiéndo-la, tristes y angustiosos.
Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que busca-ban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se los reservase por tres días, poniendo por condición que les daría por él treinta y cuatro mil francos si se lo devolvían, porque el otro se encontrara antes de fines de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres allá. Hizo pagarés, ad-quirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió para toda la vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas mora-les, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:
-Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.
No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué supondría? ¿No era posible que imaginara que lo habían cambiado de intento?
La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían... Despidieron a la criada, buscaron una habi-tación más económica, una buhardilla.
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las cami-sas y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su dinero escasísimo.
Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.
El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses, multiplicados por las renovacio-nes usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte, dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y donde fue tan festejada.
¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!
Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de las fatigas de la se-mana, reparó de pronto en una señora que pasaba con un niño cogido de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por qué no? Habiéndolo pagado ya todo, podía confe-sar, casi con orgullo, su desdicha.
Se puso frente a ella y dijo:
-Buenos días, Juana.
La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella infeliz. Balbució:
-Pero..., ¡señora!.., no sé. .. Usted debe de confundirse...
-No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito de sorpresa.
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás! ...
-¡Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias.... todo por ti...
-¿Por mí? ¿Cómo es eso?
-¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?
-¡Sí, pero...
-Pues bien: lo perdí...
-¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
-Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satis-fecha.
La señora de Forestier se había detenido.
-¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
-Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente impresionada, le cogió ambas manos:
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!... ¡Valía quinientos francos a lo sumo!...


CÓMO SERVIR AL HOMBRE

Damon Knight


Los kanamitas no eran muy atractivos, es cierto. Parecían un poco cerdos y un poco hombres, y ésta no es una combinación agradable. Verlos por vez primera era un auténtico shock; ésta era su desventaja. Cuando una cosa con el aspecto de una fiera viene de las estrellas y te ofrece un regarlo, te sientes inclinado a no aceptarlo.
No sé cómo esperábamos que fueran los visitantes interestelares..., es decir, los que habíamos pensado al-guna vez en ello. Quizá ángeles, o bien algo demasiado extraño para ser realmente espantoso. Posiblemente fue por eso que nos horrorizamos tanto y experimentamos tal repugnancia cuando aterrizaron en sus grandes naves y vimos cómo eran en realidad.
Los kanamitas eran bajos y muy peludos..., con pelos gruesos y erizados de un color grismarrón en todo su cuerpo abominablemente rechoncho. Su nariz parecía un hocico y tenían ojos pequeños, y manos muy gruesas de tres dedos cada una. Vestían equipos de cuero verde y pantalones cortos, pero creo que los pantalones eran una concesión a nuestras ideas sobre decencia pública. La ropa estaba cortada a la última moda, con bolsillos vertica-les y medio cinturón en la parte posterior. Sea como fuere, los kanamitas tenían sentido del humor.
Había tres de ellos en aquella sesión de la O.N.U, y puedo asegurarles que su presencia en una solemne Sesión Plenaria resultaba muy extraña..., tres rechonchas criaturas con aspecto de cerdos, vestidas con equipos verdes y pantalones cortos, sentadas a la larga mesa de debajo de la tarima, rodeadas por los bancos atestados de delegados procedentes de todas las naciones. Estaban correctamente erguidos, y miraban cortésmente a to-dos los oradores. Sus orejas planas caían por encima de los audífonos. Creo que más tarde aprendieron todos los idiomas humanos, pero en aquella época sólo sabían francés e inglés.
Parecían completamente a sus anchas... y esto, junto con su sentido del humor, fue algo que me impulsó a experimentar cierta simpatía hacia ellos. Yo formaba parte de la minoría; no creía que fueran a atacar el mundo. Habían explicado que lo único que querían era ayudarnos y yo les creí. Como traductor de la O.N.U., mi opinión no importaba, pero me pareció que su venida era lo mejor que había ocurrido jamás a la Tierra.
El delegado de Argentina se puso de pie y dijo que su Gobierno estaba interesado en la demostración de una nueva y barata fuente de energía, que los kanamitas habían expuesto en la sesión precedente, pero que el Gobierno argentino no podía comprometerse en cuanto a su política futura sin un examen mucho más concienzu-do.
Era lo que decían todos los delegados, pero yo tuve que prestar particular atención al señor Valdés, porque tenía cierta tendencia a tartamudear y su dicción era mala. No tropecé con demasiadas dificultades en la traduc-ción, y sólo tuve una o dos vacilaciones, tras lo cual conecté la línea polaco-inglés para oír cómo se las arreglaba Gregori con Janciewicz. Janciewicz era la cruz que Gregori tenía que soportar, igual que Valdés era la mía.
Janciewicz repitió las observaciones anteriores con unas cuantas variaciones ideológicas, y entonces el se-cretario general cedió la palabra al delegado de Francia, que presentó al doctor Denis Lévéque, el criminalista, y se procedió a introducir una gran cantidad de complicados aparatos.
El doctor Lévéque hizo hincapié en que la cuestión que preocupaba a mucha gente había sido expresada por el delegado de la URSS en la sesión precedente, al inquirir: «¿Cuál es el móvil de los kanamitas? ¿Qué se proponen al ofrecernos estos regalos sin precedentes sin pedir nada a cambio?». A continuación, el doctor dijo:
—A petición de varios delegados y con el pleno consentimiento de nuestros huéspedes, los kanamitas, mis compañeros y yo hemos elaborado una serie de pruebas con los aparatos que ven ustedes aquí. Ahora las repeti-remos.
Un murmullo agitó la cámara. Hubo una descarga de flashes, y una de las cámaras de televisión pasó a en-focar el cuadrante de instrumentos del equipo del doctor. Al mismo tiempo, la enorme pantalla de televisión que había detrás del podio se encendió, y vimos las esferas de dos cuadrantes, con sus respectivas manecillas en el cero, y una tira de papel con una aguja inmovilizada sobre ella, los ayudantes del doctor estaban fijando unos alambres a las sienes de uno de los kanamitas, anudando un tubo de goma envuelto en lona alrededor de su an-tebrazo, y pegando algo a la palma de su mano derecha.
En la pantalla, vimos que la tira de papel empezaba a moverse y la aguja trazaba un lento zigzag a lo largo de ella. Una de las manecillas empezó a saltar rítmicamente; la otra dio una sacudida y se detuvo, oscilando lige-ramente.
—Estos son los instrumentos habituales para comprobar la verdad de una afirmación —dijo el doctor Lévé-que—. Nuestro primer objetivo, puesto que la fisiología de los kanamitas es desconocida para nosotros, fue de-terminar si reaccionaban o no a estas pruebas del mismo modo que los humanos. Ahora repetiremos uno de los muchos experimentos que fueron realizados con el fin de averiguarlo.
Señaló hacia la primera esfera.
—Este instrumento registra el latido cardíaco del sujeto. Muestra la conductividad eléctrica de la piel en la palma de su mano, una medida de transpiración, que aumenta con el esfuerzo. Y éste —señalando hacia la tira de papel y la aguja— muestra el tipo de intensidad de las ondas eléctricas que emanan de su cerebro. Se ha demos-trado, con sujetos humanos, que todas estas lecturas varían sensiblemente si el sujeto dice la verdad o no.
Tomó dos cartulinas, una roja y una negra. La roja era un cuadrado de un metro de lado aproximadamente; la negra era un rectángulo de un metro y medio de largo. Se volvió hacia el kanamita.
—¿Cuál de los dos es el más largo?
—El rojo —dijo el kanamita.
Las dos agujas saltaron violentamente, al igual que la línea trazada sobre el papel.
—Repetiré la pregunta —dijo el doctor—. ¿Cuál de los dos es el más largo?
—El negro —contestó la criatura.
Esta vez los instrumentos continuaron su ritmo normal.
—¿Cómo llegaron a este planeta? —preguntó el doctor.
—Caminando —repuso el kanamita.
Los instrumentos volvieron a reaccionar, y un coro de risas ahogadas invadió la cámara.
—Una vez más —dijo el doctor—, ¿cómo llegaron a este planeta?
—En una nave espacial —contestó el kanamita, y los instrumentos no saltaron.
El doctor se enfrentó de nuevo con los delegados.
—Se realizaron muchos de estos experimentos —dijo—, y mis colegas y yo mismo estamos convencidos de que los mecanismos son efectivos. Ahora —se volvió hacia el kanamita— pediré a nuestro distinguido huésped que conteste a la pregunta formulada en la última sesión por el delegado de la URSS, es decir, ¿cuál es el motivo de que los kanamitas ofrezcan estos regalos a los habitantes de la Tierra?
El kanamita se levantó. En inglés, dijo:
—En mi planeta hay un proverbio: «Hay más misterios en una piedra que en la cabeza de un científico» Los fines de los seres inteligentes, aunque a veces parezcan oscuros, son muy sencillos si se comparan con las com-plejidades del universo natural. Por lo tanto, espero que los habitantes de la Tierra me comprendan y me crean si les digo que nuestra misión en su planeta es simplemente ésta: traerles la paz y muchas cosas que nosotros mis-mos disfrutamos, y que en el pasado hemos llevado a otras razas esparcidas por toda la galaxia. Cuando su mun-do deje de tener hambre, cuando deje de haber guerras y sufrimientos innecesarios, nos consideraremos recom-pensados.
Y las agujas no saltaron ni una sola vez.
El delegado de Ucrania se puso en pie de un salto, solicitando que se le cediera la palabra, pero el tiempo había finalizado y el secretario general cerró la sesión.
Encontré a Gregori cuando salíamos de la cámara de la O.N.U. Su rostro estaba encarnado de excitación.
—¿Quién ha promovido este circo? —preguntó.
—Las pruebas me han parecido veraces —le dije.
—¡Un circo! —exclamó con vehemencia— ¡Una farsa de segundo orden! Si eran veraces, Peter, ¿por qué se ha suprimido el debate?
—Seguramente mañana habrá tiempo para el debate.
—Mañana el doctor y sus instrumentos estarán de vuelta en París. Pueden ocurrir muchas cosas antes de mañana. En nombre del cielo, ¿cómo es posible que alguien confíe en unos seres que parecen alimentarse de niños?
Me sentí un poco molesto. Repuse:
—¿Estás seguro de que no te preocupa más su política que su aspecto?
Él repuso, «Bah», y se alejó.
Al día siguiente empezaron a llegar informes de todos los laboratorios gubernamentales del mundo donde la fuente energética de los kanamitas estaba siendo verificada. Eran tremendamente entusiásticos. Yo no entiendo de estas cuestiones, pero parecía que aquellas pequeñas cajas de metal proporcionarían más energía eléctrica que una pila atómica, por casi nada y para casi siempre. Y se decía que eran tan baratas de fabricar que todo el mundo podría tener una. A primeras horas de la tarde se sabía que diecisiete países ya habían empezado a edifi-car fábricas para elaborarlas.
Al día siguiente, los kanamitas mostraron los planos y muestras de un aparato que incrementaría la fertilidad de cualquier terreno cultivable de un sesenta a un cien por cien. Aceleraba la formación de nitratos en el subsuelo, o algo parecido. Ya no se hablaba de otra cosa más que de los kanamitas. Al día siguiente de esto, lanzaron su bomba.
—Ahora ya disponen de energía potencialmente ilimitada y mayor suministro alimenticio —dijo uno de ellos. Señaló con su mano de tres dedos hacia un instrumento que se encontraba sobre la mesa que había junto a él. Era una caja colocada encima de un trípode, con un reflector parabólico en la parte anterior—. Hoy les ofrecemos un tercer regalo que, por lo menos, es tan importante como los dos primeros.
Hizo señas a los cámaras de la televisión para que tomaran un primer plano del aparato en cuestión. Enton-ces tomó una gran cartulina cubierta de dibujos y rótulos en inglés. Nosotros lo vimos en la pantalla de encima del podio; todo era claramente legible.
—Nos han informado de que esta emisión se transmite a todo su mundo —dijo el kanamita—. Deseo que todos los que tengan equipo apropiado para tomar fotografías de la pantalla de televisión, lo utilicen.
El secretario general se inclinó hacia delante y formuló vivamente una pregunta, que el kanamita ignoró.
—Este aparato —dijo— proyecta un campo en el cual ningún explosivo, sea de la naturaleza que fuere, puede estallar.
Reinó un silencio expectante.
El kanamita dijo:
—Ya no puede ser suprimido. Si una nación lo tiene, todas deben tenerlo.
Como nadie pareciera comprender, explicó bruscamente:
—No habrá más guerras.
Esta fue la mayor novedad del milenio, y resultó perfectamente cierta. Sucedió que los explosivos a los que se refiriera el kanamita incluían las explosiones de gasolina y diesel. Hicieron simplemente imposible que se arma-ra o equipara un ejército moderno.
Naturalmente, hubiéramos podido volver a los arcos y flechas, pero esto no habría satisfecho a los militares. Y mucho menos después de tener bombas atómicas y todo el resto. Además, no habría ninguna razón para hacer la guerra. Todas las naciones tendrían pronto de todo.
Nadie volvió a dedicar otro pensamiento a los experimentos con el detector de mentiras, ni preguntó a los kanamitas cuál era su política. Gregori se sintió desconcertado; no tenía nada con qué probar sus sospechas.
Abandoné mi empleo en la O.N.U. unos meses después, porque preví que de todos modos tendría que acabar haciéndolo. En aquel momento, la O.N.U. estaban en auge, pero al cabo de uno o dos años no tendría nada que hacer. Todas las naciones de la Tierra estaban en camino de bastarse a sí mismas; no iban a necesitar mucho arbitraje.
Acepté un puesto de traductor en la Embajada kanamita, y fue allí donde volví a tropezarme con Gregori. Me alegré de verle, pero no pude imaginarme lo que estaba haciendo allí.
—Pensaba que estabas en la oposición —le dije—. No irás a decirme que te has convencido de la bondad de los kanamitas.
Me pareció avergonzado.
—Sea como fuere, no eran lo que yo creía —dijo.
Viniendo de él, esto era una verdadera concesión, y le invité a bajar al bar de la embajada para tomar una copa. Era un lugar muy íntimo, y él se puso confidencial al segundo daiquiri.
—Me fascinan —dijo—. Aún detesto instintivamente su aspecto..., esto no ha cambiado, pero me sobrepon-go. Evidentemente, tú tenías razón; no querían hacernos más que bien. Pero ¿sabes? —se inclinó por encima de la mesa—-, la pregunta del delegado soviético no fue contestada.
Me temo que solté una carcajada.
—No, hablo en serio —prosiguió—. Nos contaron lo que querían hacer... «traerles la paz y muchas cosas que nosotros mismos disfrutamos». Pero no dijeron por qué.
—¿Por qué los misioneros...?
—¡Tonterías! —exclamó airadamente—. Los misioneros tienen un motivo religioso. Si estas criaturas tienen una religión, nunca han hablado de ella. Te diré aún más, no enviaron a un grupo de misioneros, sino a una dele-gación diplomática... a un grupo que representa la voluntad y política de todo su pueblo. Ahora bien, ¿qué tienen que ganar los kanamitas, como pueblo o como nación, con nuestro bienestar?
Yo dije:
—Cultura...
—¡Qué cultura ni qué bobadas! No, es algo menos evidente, algo oscuro que pertenece a su psicología y no a la nuestra. Pero confía en mí, Peter, no existe una cosa tal como el altruismo completamente desinteresado. De una forma u otra, tienen algo que ganar...
—Y ésa es la razón de que estés aquí —dije—, intentar averiguarlo, ¿verdad?
—Exacto. Quería formar parte de uno de sus grupos de intercambio con destino a su planeta natal, pero no pude; el cupo estaba lleno una semana después de que hicieran el anuncio. En lugar de eso, estoy estudiando su idioma, y ya sabes que el idioma refleja las características básicas de las personas que lo utilizan. Ya domino bas-tante bien su jerga lingüística. No es muy difícil, la verdad, y me está proporcionando algunos indicios. Algunas expresiones son muy parecidas a las nuestras. Estoy seguro de que no tardaré en encontrar la solución.
—Todo es cuestión de estudio— dije, y volvimos a trabajar.
A partir de entonces vi a Gregori con frecuencia, y me mantuvo informado de sus progresos. Un mes des-pués de aquella primera entrevista lo encontré enormemente excitado; dijo que había conseguido obtener un libro de los kanamitas y que estaba intentando descifrarlo. Escribían en ideogramas, peores que los chinos, pero esta-ba decidido a desentrañarlo aunque le costara años. Quería que yo le ayudara. Bueno, me interesó a pesar mío, pues sabía que sería una larga tarea. Pasamos algunas tardes juntos, trabajando con material extraído de los tablones de anuncios kanamitas y sitios por el estilo, así como del diccionario inglés-kanamita extremadamente limitado que proporcionaban al personal. Al principio me remordía la conciencia acerca del libro robado, pero gra-dualmente fui sintiéndome absorbido por el problema. Al fin y al cabo, los idiomas son mi fuerte. No pude evitar sentirme fascinado. Desciframos el título a las pocas semanas. Era “Cómo servir al hombre”, evidentemente un manual que distribuían entre los nuevos miembros kanamitas del personal de la embajada. Ahora llegaban conti-nuamente, un cargamento una vez al mes; estaban abriendo toda clase de laboratorios de investigación, clínicas y así sucesivamente. Si en la Tierra había alguien que desconfiaba de ellos aparte de Gregori, debía encontrarse en el Tíbet.
Era asombroso ver los cambios que se habían forjado en menos de un año. Ya no había ejércitos perma-nentes, ni escasez, ni desempleo. Al abrir un periódico a uno no lo agredían las palabras «BOMBA H» o «V-2»; las noticias siempre eran buenas. Resultaba difícil acostumbrarse a ello. Los kanamitas estaban trabajando en bio-química humana, y en nuestra embajada corría la voz de que estaban a punto de anunciar métodos para hacer nuestra raza más alta, más fuerte y más sana —prácticamente una raza de superhombres— y ya tenían una cura potencial para las enfermedades cardíacas y el cáncer.
Estuve quince días sin ver a Gregori después de haber descifrado el título del libro; me fui de vacaciones a Canadá. Al volver, me quedé impresionado al observar el cambio que había experimentado.
—¿Qué ha pasado, Gregori? —le pregunté—. Pareces el demonio en persona.
—Bajemos al bar.
Fui con él, y se tomó un escocés de un solo trago como si lo necesitara.
—Vamos, hombre, ¿qué es lo que pasa? —apremié.
—Los kanamitas me han incluido en la lista de pasajeros de la próxima nave de intercambio —dijo—. A ti también, de lo contrario no estaría hablando contigo.
—Bueno —dije—, pero...
—No son altruistas.
Intenté razonar con él. Le hice notar que habían convertido la Tierra en un paraíso comparándola con lo que era antes. El se limitó a menear la cabeza.
Entonces le pregunté:
—Bueno, ¿qué hay de las pruebas realizadas con el detector de mentiras?
—Una farsa —replicó, sin calor—. Ya te lo dije en su momento. Sin embargo, en aquella ocasión dijeron la verdad.
—¿Y el libro? —pregunté, molesto—. ¿Qué hay de ese...”Cómo servir al hombre"? Eso no te lo dieron para que lo leyeras. Está escrito en serio. ¿Cómo puedes explicarlo?
—He leído el primer párrafo de ese libro —dijo—. ¿Por qué crees que llevo una semana sin dormir?
—¿Por qué? —inquirí yo.
Y él esbozó una extraña sonrisa.
—Es un libro de cocina —repuso.


LA PATA DE MONO



W. W. JACOBS
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa, los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros, que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
— Oigan el viento — dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
— Lo oigo — dijo este moviendo implacablemente la reina —. Jaque.
— No creo que venga esta noche — dijo el padre con la mano sobre el tablero.
— Mate — contestó el hijo.
— Esto es lo malo de vivir tan lejos — vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia —. De todos los barriales, éste es el peor. El camino es un pantano. No sé en qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
— No te aflijas, querido dijo suavemente su mujer —, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
— Ahí viene — dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levan-tó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; lo oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
— El sargento mayor Morris — dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
— Hace veintiún años — dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo —. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
— No parece haberle sentado tan mal — dijo la señora White amablemente.
— Me gustaría ir a la India — dijo el señor White — Sólo para dar un vistazo.
— Mejor quedarse aquí — replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, vol-vió a sacudir la cabeza.
— Me gustaría ver esos viejos templos y faquires y malabaristas — dijo el señor White — ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
— Nada — contestó el soldado, apresuradamente -. Nada que valga la pena oír.
— ¿Una pata de mono? — preguntó la señora White.
— Bueno, es lo que se llama magia, tal vez — dijo con desgano el sargento.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios; volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
— A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular — dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tornó la pata de mono y la examinó atentamente.
— ¿Y qué tiene de extraordinario? — preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
— Un viejo faquir le dio poder mágico — dijo el sargento mayor —. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban;
— Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? preguntó Herbert. White.
El sargento lo miró con tolerancia.
— Las he pedido — dijo, y su rostro curtido palideció.
— ¿Realmente se cumplieron los tres deseos? — preguntó la señora White.
— Se cumplieron — dijo el Sargento.
— ¿Y nadie más pidió? — insistió la señora.
— Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera, fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
— Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán — dijo, finalmente, el señor White —. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
— Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastan-tes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quie-ren probarlo primero y pagarme después.
— Y si a usted le concedieran tres deseos más — dijo el señor White —, ¿los pediría?
— No sé — contestó el otro —. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
— Mejor que se queme — dijo con solemnidad el sargento.
— Si usted no la quiere, Morris, démela.
— No quiero — respondió terminantemente —. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche las culpas de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
— ¿Cómo se hace?
— Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
— Parece de las Mil y una noches — dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa —. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán: los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
— Si está resuelto a pedir algo — dijo agarrando el brazo de White —, pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
— Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros — dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren —, no conseguiremos gran cosa.
— ¿Le disto algo? preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
— Una bagatela — contestó el señor White, ruborizándose levemente —. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
— Sin duda — dijo Herbert, con fingido horror —, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó perplejamente.
— No se me ocurre nada para pedirle — dijo con lentitud —. Me parece que tengo todo lo que deseo.
— Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz ¿no es cierto? — dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro —. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hi-zo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
— Quiero doscientas libras — pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
— Se movió — dijo mirando con desagrado el objeto y lo dejó caer —. Se retorció en mi mano, como una víbo-ra.
— Pero yo no veo el dinero — observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa —. Apostaría que nunca lo veré.
— Habrá sido tu imaginación, querido — dijo la mujer mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
— No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. EI señor White se sobresaltó cuando se golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
— Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama dijo Herbert al darles las buenas noches . Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad, y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan si-miesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II

A la mañana siguiente, mientras tornaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono, arrugada y su-cia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
— Todos Ios viejos militares son iguales dijo la señora White —. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterí-as! ¿Cómo puede creerse en talismanes, en esta época? Y si consiguiera las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza dijo Herbert.
Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias — dijo el padre.
Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta dijo Herbert levantándose de la mesa —. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido. Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta, corrió a abrirla y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre, se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
— Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas — dijo al sentarse.
— Sin duda — dijo el señor White pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
— Habrá sido en tu imaginación — dijo la señora suavemente.
— Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. EI hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar. Apresuradamente la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Este parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
— Vengo de parte de Mau & Meggins — dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
— ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
— Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor. — Y lo miró patéticamente.
— Lo siento… — empezó el otro.
— ¿Está herido? preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
— Mal herido — dijo pausadamente —. Pero no sufre.
— Gracias a Dios — dijo la señora White, juntando las manos —. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores, en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
— Lo agarraron las máquinas — dijo en voz baja el visitante.
— Lo agarraron las máquinas — repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiem-pos de enamorados.
— Era el único que nos quedaba — le dijo al visitante —. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
— La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida — dijo sin darse vuel-ta —. Le ruego que comprenda que soy sólo un empleado y que obedezco a las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
— Se me ha comisionado para declararles que Mau & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente — prosiguió el otro —. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronun-ciaron la palabra: ¿cuánto?
Doscientas libras fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego y se desplo-mó, desmayado.

III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvie-ron a la casa, transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo. El cuarto estaba a oscuras; oyó, cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para es-cuchar.
— Vuelve a acostarte — dijo tiernamente —. Vas a tomar frío.
— Mi hijo tiene más frío — dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sue-ño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
— La pata de mono — gritaba desatinadamente —, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
— ¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
— La quiero. ¿No la has destruido?
— Está en la sala, sobre la repisa — contestó asombrado —. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
— Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
— ¿Pensaste en qué? — preguntó.
— En los otros dos deseos — respondió enseguida —. Sólo hemos pedido uno.
— ¿No fue bastante?
— No — gritó ella triunfalmente —. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama temblando.
— Dios mío, estás loca.
— Búscala pronto y pide — le balbuceó —; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela:
— Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
— Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
— Fue una coincidencia.
— Búscala y desea gritó con exaltación la mujer. El marido se dio vuelta y la miró:
— Hace diez días que está muerto y además, — no quiero decirte otra cosa — lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
— Tráemelo gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta — ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa. El talismán estaba en su lugar. Tu-vo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes que él pudiera escaparse del cuarto. Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
Pídelo gritó con violencia.
Es absurdo y perverso balbuceó.
Pídelo repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una si-lla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de ahí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer, que estaba en la ventana. La vela se había consumido hasta apagarse, proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente reso-nó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
— ¿Qué es eso? — gritó la mujer.
— Una laucha — dijo el hombre —. Una laucha. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
— ¡Es Herbert! ¡Es Herbert! — La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
— ¿Qué vas a hacer? — le dijo ahogadamente.
— ¡Es mi hijo; es Herbert! — gritó la mujer, luchando para que la soltara —. Me había olvidado que el cemente-rio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
— Por amor de Dios, no lo dejes entrar — dijo el hombre, temblando.
— ¿Tienes miedo de tu propio hijo? — gritó —. Suéltame. Ya voy Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
— La tranca — dijo —. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
— Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…
— Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera; y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

W. W. Jacobs: The Lady of the Barge (1902) (inglés, contemporáneo) en Antología de la literatura fantástica, Bue-nos Aires, Sudamericana, 1980.


miércoles, 8 de julio de 2009

EL ROMANCERO



EN CEUPTA


En Ceupta está don Julián,
En Ceupta la bien nombrada:
Para las partes de allende
Quiere enviar su embajada;
Moro viejo la escrebía,
Y el conde se la notaba;
Después que la hubo escrito
Al moro luego matara.
Embajada es de dolor,
Dolor para toda España.
Las cartas van al rey moro,
En las cuales le juraba
Que si de él recibe ayuda
Le dará por suya a España.
Madre España, ¡ay de ti!,
En el mundo tan nombrada,
de las tierras la mejor,
la más apuesta y ufana,
donde nace el fino oro,
donde hay veneros de plata,
abundosa de venados,
de caballos lozana,
briosa de lino y seda,
de óleo rico alumbrada,
deleitosa de frutales,
en azafrán alegrada,
guarnecida de castillos,
y en proezas extremada:
por un perverso traidor
toda serás abrasada.

Anónimo

ROMANCE DEL PRISIONERO

Que por mayo era por mayo
cuando hace la calor,
cuando los trigos encañan
y están los campos en flor,
cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor;
sino yo, triste, cuitado,
que vivo en esta prisión;
que ni sé cuando es de día
ni cuando las noches son,
sino por una avecilla
que me cantaba al albor.
Matómela un ballestero;
Déle Dios mal galardón.
Anónimo

ROMANCE DEL AMOR MÁS PODEROSO QUE LA MUERTE



Conde Niño por amores
Es niño y pasó la mar;
Va a dar agua a su caballo
La mañana de San Juan,
Mientras el caballo bebe
El canta dulce cantar;
Todas las aves del cielo
Se paraban a escuchar,
Caminante que camina
Olvida su caminar,
Navegante que navega
La nave vuelve hacia allá.
La reina estaba labrando,
La hija durmiendo está
—¡Levantaos, Albaniña,
de vuestro dulce folgar,
sentiréis cantar hermoso
la sirenita del mar.
—No es la sirenita, madre,
la de tan bello cantar,
sino es el Conde Niño
que por mí quiere finar.
¡Quién le pudiese valer
en su tan triste penar!
—Si por tus amores pena!
¡oh malahaya su cantar!
Y porque nunca los goce
Yo le mandaré matar.
—Si le manda matar, madre,
juntos nos han de enterrar.
Él murió a la medianoche,
ella a los gallos cantar;
a ella como hija de reyes
la entierran en el altar,
a él como hijo de conde
unos pasos más atrás.
De ella nació un rosal blanco
de él nació un espino albar;
crece el uno, crece el otro,
los dos se van a juntar;
las ramitas que se alcanzan
fuertes abrazos se dan,
y las que no se alcanzaban
no dejan de suspirar.
La reina, llena de envidia,
ambos los mandó cortar;
el galán que los cortaba
no cesaba de llorar.
De ella naciera una garza,
de él un fuerte gavilán,
juntos vuelan por el cielo,
juntos vuelan par a par.


ROMANCE DE LA LUNA LUNA


La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira-mira
El niño la está mirando
En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.
-Huye, luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.
-Niño, déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.
-Huye, luna, luna, luna.
que ya siento sus caballos.
-Niño, déjame; no pises
mi blancor almidonado.

El jinete se acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua el niño
Tiene los ojos cerrados.

Por el olivar venían,
Bronce y sueño, los gitanos
Las cabezas levantadas
Y los ojos entornados.

Cómo canta la zumaya,
¡ay, cómo canta en el árbol!
Por el cielo va la luna
Con un niño de la mano.

Dentro de la fragua lloran,
Dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
El aire la está velando.



FEDERICO GARCÍA LORCA

MUERTE DE ANTOÑITO EL CAMBORIO


Voces de muerte sonaron
Cerca del Guadalquivir.
Voces antiguas que cercan
Voz de clavel varonil.
Les clavó sobre las botas
Mordiscos de jabalí.
En la lucha daba saltos
Jabonados de delfín.
Bañó con sangre enemiga
Su corbata carmesí,
Pero eran cuatro puñales
Y tuvo que sucumbir.
Cuando las estrellas clavan
Rejones al agua gris,
Cuando los erales sueñan
Verónicas de alelí,
Voces de muerte sonaron
Cerca del Guadalquivir.
—Antonio Torres Heredia,
Camborio de dura crin,
Moreno de verde luna,
Voz de clavel varonil:
¿Quién te ha quitado la vida
cerca del Guadalquivir?
—Mis cuatro primos Heredias
hijos de Benamejí.
Lo que en otros no envidiaban,
Ya lo envidiaban en mí.
Zapatos color corinto,
Medallones de marfil,
Y este cutis amasado
Con aceituna y jazmín.
—¡Ay, Antoñito el Camborio,
digno de una Emperatriz!
Acuérdate de la Virgen
Porque te vas a morir.
—¡Ay, Federico García,
llama a la Guardia Civil!
Ya mi talle se ha quebrado
Como caña de maíz.


Tres golpes de sangre tuvo
Y se murió de perfil.
Viva moneda que nunca
Se volverá a repetir.
Un ángel marchoso pone
Su cabeza en un cojín.
Otros de rubor cansado
Encendieron un candil.
Y cuando los cuatro primos
Llegan a Benamejí,
Voces de muerte cesaron
Cerca del Guadalquivir.

FEDERICO GARCÍA LORCA

EL SUEÑO DEL PONGO

JOSÉ MARÍA ARGUEDAS A la memoria de Don Santos Ccoyoccossi Ccataccamara. Comisario Escolar de la comunidad de Umutu, provincia de Quisp...