domingo, 28 de junio de 2009

FACUNDO (fragmentos)




DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO

INTRODUCCIÓN (fragmento)

"Je demande á l'historien l'amour de I'humanité ou de la liberté; sa justice impartiale ne doit pas étre impassible. Il faut, au contraire, qu'il souhaite, qu'il espére, qu'il souffre, ou soit heureux de ce qu'il raconte. " (1)

VILLEMAIN,

Cours de littérature

¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo! Diez años aún después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decían: "¡No; no ha muerto! ¡Vive aún! ¡Él vendrá! " ¡Cierto! Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política y revoluciones argentinas; en Rosas, su heredero, su complemento: su alma ha pasado a este otro molde, más acabado, más perfecto; y lo que en él era sólo instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas en sistema, efecto y fin. La naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambióse en esta metamorfosis en arte, en sistema y en política regular capaz de presentarse a la faz del mundo, como el modo de ser de un pueblo encarnado en un hombre que ha aspirado a tomar los aires de un genio que domina los acontecimientos, los hombres y las cosas. Facundo, provinciano bárbaro valiente, audaz, fue reemplazado por Rosas, hijo de la culta Buenos Aires, sin serlo él; por Rosas, falso, corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y organiza lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo. Tirano sin rival hoy en la tierra, ¿por qué sus enemigos quieren disputarle el título de Grande que le prodigan sus cortesanos? Sí; grande y muy grande es, para gloria y vergüenza de su patria, porque si ha encontrado millares de seres degradados que se unzan a su carro para arrastrarlo por encima de cadáveres, también se hallan a millares las almas generosas que, en quince años de lid sangrienta, no han desesperado de vencer al monstruo que nos propone el enigma de la organización política de la República. […] Necesítase, empero, para desatar este nudo que no ha podido cortar la espada (2), estudiar prolijamente las vueltas y revueltas de los hilos que lo forman, y buscar en los antecedentes nacionales, en la fisonomía del suelo, en las costumbres y tradiciones populares, los puntos en que están pegados.




CAPÍTULO l (fragmento)

La ciudad es el centro de la civilización argentina, española, europea; allí están los talleres de arte, las tiendas de comercio, las escuelas y colegios, los juzgados, todo lo que, caracteriza, en fin, a los pueblos cultos.
La elegancia en los modales, las comodidades del lujo, los vestidos europeos, el frac y la levita tienen su centro y su lugar conveniente. […]
El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida civilizada, tal como la conocemos en todas partes: allí están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular, etc. Saliendo del recinto de la ciudad, todo cambia de aspecto: el hombre de campo lleva otro traje, que llamaré americano, por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos; sus necesidades, peculiares y limitadas; parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños uno de otro.
Aún hay más: el hombre de la campaña, lejos de aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales corteses; y el vestido del ciudadano, el frac, la capa, la silla, ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña.







CAPÍTULO II (fragmento)
EL GAUCHO MALO

Éste es un tipo de ciertas localidades, un outlaw (3), un squatter (4), un misántropo particular. Es el "Ojo de Halcón" (5), el Trampero de Cooper (6), con toda su ciencia del desierto, con toda su aversión a las poblaciones de los blancos, pero sin su moral natural y sin sus conexiones con los salvajes. Llámanle el Gaucho Malo, sin que este epíteto lo desfavorezca del todo. La justicia lo persigue desde muchos años; su nombre es temido, pronunciado en voz baja, pero sin odio y casi con respeto. Es un personaje misterioso: mora en la pampa, son su albergue los cardales, vive de perdices y mulitas (7); si alguna vez quiere regalarse con una lengua enlaza una vaca, la voltea solo, la mata, saca su bocado predilecto y abandona lo demás a las aves mortecinas (8). De repente, se presenta el gaucho malo en un pago de donde la partida acaba de salir: conversa pacíficamente con los buenos gauchos, que lo rodean y lo admiran; se provee de los vicios, y si divisa la partida, monta tranquilamente en su caballo y lo apunta hacia el desierto, sin prisa, sin aparato, desdeñando volver la cabeza. La partida rara vez lo sigue; mataría inútilmente sus caballos, porque el que monta el gaucho malo es un parejero pangaré (9) tan célebre como su amo. Si el acaso lo echa alguna vez, de improviso, entre las garras de la justicia, acomete a lo más espeso de la partida (10), y a merced de cuatro tajadas (11) que con su cuchillo ha abierto en la cara o en el cuerpo de los soldados, se hace paso por entre ellos, y tendiéndose sobre el lomo del caballo, para sustraerse a la acción de las balas que lo persiguen, endilga (12) hacia el desierto, hasta que, poniendo espacio conveniente entre él y sus perseguidores, refrena su trotón y marcha tranquilamente. Los poetas de los alrededores agregan esta nueva hazaña a la biografía del héroe del desierto, y su nombradía vuela por toda la vasta campaña. A veces, se presenta a la puerta de un baile campestre, con una muchacha que ha robado; entra en baile con su pareja, confúndese en las mudanzas del cielito, y desaparece sin que nadie se aperciba (13) de ello. Otro día se presenta en la casa de la familia ofendida, hace descender de la grupa a la niña que ha seducido, y, desdeñando las maldiciones de los padres que le siguen, se encamina tranquilo a su morada sin límites.
Este hombre divorciado con la sociedad, proscrito por las leyes; este salvaje de color blanco, no es, en el fondo un ser más depravado que los que habitan las poblaciones. Él osado prófugo que acomete una partida entera es inofensivo para con los viajeros. El gaucho malo no es un bandido, no es un salteador; el ataque a la vida no entra en su idea, como el robo no entraba en la idea del Churriador: roba, es cierto; pero ésta es su profesión, su tráfico, su ciencia. Roba caballos. Una vez viene al real de una tropa (14) del interior: el patrón propone comprarle un caballo de tal pelo extraordinario, de tal figura, de tales prendas, con una estrella blanca en la paleta. El gaucho se recoge, medita un momento, y después de un rato de silencio contesta: "No hay actualmente caballo así". ¿Qué ha estado pensando el gaucho? En aquel momento, ha recorrido en su mente mil estancias (15) de la pampa, ha visto y examinado todos los caballos que hay en la provincia, con sus marcas, color, señales particulares, y convencídose de que no hay ninguno que tenga una estrella en la paleta: unos las tienen en la frente; otros, una mancha blanca en el anca. ¿Es sorprendente esta memoria? ¡No! Napoleón conocía por sus nombres, doscientos mil soldados, y recordaba, al verlos, todos los hechos que a cada uno de ellos se referían. Si no se le pide, pues, lo imposible, en día señalado, en un punto dado del camino, entregará un caballo tal como se le pide, sin que el anticiparle el dinero sea un motivo de faltar a la cita. Tiene sobre este punto, el honor de los tahúres sobre las deudas.
Viaja a veces a la campaña de Córdoba, a Santa Fe. Entonces se le ve cruzar la pampa con una tropilla de caballos por delante: si alguno lo encuentra, sigue su camino sin acercársele, a menos que él lo solicite.







CAPÍTULO III (fragmento)

El gaucho estima, sobre todas las cosas, las fuerzas físicas, la destreza en el manejo del caballo, y, además, el valor. (...)
El gaucho anda armado del cuchillo que ha heredado de los españoles: esta peculiaridad de la Península, este grito característico de Zaragoza (16): ¡guerra a cuchillo!, es aquí más real que en España El cuchillo, a más de un arma, es un instrumento que le sirve para todas sus ocupaciones: no puede vivir sin él; es como la trompa del elefante, su brazo, su mano, su dedo, su todo. El gaucho, a la par de jinete, hace alarde de valiente, y el cuchillo brilla a cada momento, describiendo círculos en el aire, a la menor, provocación, sin provocación alguna, sin otro interés que medirse con un desconocido; juega a las puñaladas, como jugaría a los dados. Tan profundamente entran estos hábitos pendencieros en la vida íntima del gaucho argentino, que las costumbres han creado sentimientos de honor y una esgrima que garantiza la vida. El hombre de la plebe de los demás países toma el cuchillo para matar, y mata; el gaucho argentino lo desenvaina para pelear, y hiere solamente. Es preciso que esté muy borracho, es preciso que tenga instintos verdaderamente malos, o rencores muy profundos, para que atente contra la vida de su adversario.
Su objetivo sólo es marcarlo, darle una tajada en la cara, dejarle una señal indeleble (17). Así se ve a estos gauchos llenos de cicatrices, que rara vez son profundas. La riña, pues, se traba por brillar, por la gloria del vencimiento, por amor a la reputación. Ancho círculo se forma en torno de los combatientes, y los ojos siguen con pasión y avidez el centelleo de los puñales, que no cesan de agitarse un momento. Cuando la sangre corre a torrentes; los espectadores se creen obligados, en conciencia, a separarlos.
Si sucede alguna desgracia (18), las simpatías están por el que se desgració: el mejor caballo le sirve para salvarse a parajes lejanos y allí lo acoge el respeto o la compasión. Si la justicia le da alcance, no es raro que haga frente, si corre a la partida, adquiere un renombre, desde entonces, que se dilata sobre una ancha circunferencia. Transcurre el tiempo, el juez ha sido mudado, y ya puede presentarse de nuevo en su pago, sin que se proceda a ulteriores persecuciones; está absuelto. Matar es una desgracia, a menos que el hecho se repita tantas veces, que inspire horror el contacto del asesino.


CAPÍTULO V (fragmento)

Toda la vida pública de Quiroga me parece resumida en estos datos. Veo en ellos el hombre grande, el hombre de genio, a su pesar, sin saberlo él, el César, el Tamerlán, el Mahoma. Ha nacido así, y no es cuIpa suya; descenderá en las escalas sociales para mandar, para dominar, para combatir el poder de la ciudad, la partida de la policía. Si le ofrecen una plaza en los ejércitos la desdeñará, porque no tiene paciencia para aguardar los ascensos; porque hay mucha sujeción, muchas trabas puestas a la independencia individual, hay generales que pesan sobre él, hay una casaca que oprime el cuerpo, y una táctica que regla los pasos; ¡todo esto es insufrible! La vida de a caballo, la vida de emociones fuertes, han acerado su espíritu y endurecido su corazón; tiene odio invencible, instintivo, contra las leyes que lo han perseguido, contra los jueces que lo han condenado, contra toda esa sociedad y esa organización a que se ha sustraído desde la infancia y que lo mira con prevención y menosprecio. Aquí se eslabona insensiblemente el lema de este capítulo: "Es el hombre de la Naturaleza que no ha aprendido aún a contener o a disfrazar sus pasiones, que las muestra en toda su energía, entregándose a toda su impetuosidad. Este es el carácter original del género humano"; y así se muestra en las campañas pastoras de la República Argentina. Facundo es un tipo de la barbarie primitiva: no conoció sujeción de ningún género; su cólera era la de las fieras: la melena de sus renegridos y ensortijados cabellos caía sobre su frente y sus ojos en guedejas como las serpientes de la cabeza de Medusa; su voz se enronquecía, y sus miradas se convertían en puñaladas. Dominado por la cólera, mataba a patadas, estrellándole los sesos a N. por una disputa de juego; arrancaba ambas orejas a su querida porque le pedía, una vez, 30 pesos para celebrar un matrimonio consentido por él; y abría a su hijo Juan la cabeza de un hachazo, porque no había forma de hacerlo callar; daba de bofetadas, en Tucumán, a una linda señorita a quien ni seducir ni forzar podía. En todos sus actos mostrábase el hombre bestia aún, sin ser por eso estúpido y sin carecer de elevación de miras. Incapaz de hacerse admirar o estimar, gustaba de ser temido; pero este gusto era exclusivo, dominante, hasta el punto de arreglar todas las acciones de su vida a producir el terror en torno suyo, sobre los pueblos como sobre los soldados, sobre la víctima que iba a ser ejecutada, como sobre su mujer y sus hijos. En la incapacidad de manejar los resortes del gobierno civil, ponía el terror como expediente para suplir el patriotismo y la abnegación; ignorante, rodeábase de misterios y haciéndose impenetrable, valiéndose de una sagacidad natural, una capacidad de observación no común de la credulidad del vulgo, fingía una presciencia de los acontecimientos que le daba prestigio y reputación entre las gentes vulgares.




CAPÍTULO XIII: BARRANCA YACO (fragmento)

El doctor Ortiz hace un último esfuerzo por salvar su vida y la del compañero; despierta a Quiroga, y le instruye de los pavorosos detalles que acaba de adquirir, significándole que él no le acompaña, si se obstina en hacerse matar inútilmente. Facundo, con gesto airado y palabras groseramente enérgicas, le hace entender que hay mayor peligro en contrariarlo allí, que el que le aguarda en Barranca Yaco, y fuerza es someterse sin más réplica. Quiroga manda a su asistente, que es un valiente negro, a que limpie algunas armas de fuego que vienen en la galera y las cargue: a esto se reducen todas sus precauciones.
Llega el día, por fin, y la galera se pone en camino. Acompáñale, a más del postillón que va en el tiro, el niño aquel, dos correos que se han reunido por casualidad y el negro, que va a caballo. Llega al punto fatal, y dos descargas traspasan la galera por ambos lados, pero sin herir a nadie; los soldados se echan sobre ella con los sables desnudos, y en un momento inutilizan los caballos y descuartizan al postillón, correos y asistente. Quiroga entonces asoma la cabeza, y hace, por el momento, vacilar a aquella turba. Pregunta por el comandante de la partida, le manda acercarse, y a la cuestión de Quiroga "¿Qué significa esto?", recibe por toda contestación un balazo en un ojo, que le deja muerto. Entonces Santos Pérez atraviesa repetidas veces con su espada al malaventurado ministro y manda, concluida la ejecución, tirar hacia el bosque la galera llena de cadáveres, con los caballos hechos pedazos, y el postillón, que con la cabeza abierta se mantiene aún a caballo. "¿Qué muchacho es éste? — pregunta, viendo al niño de posta, único que queda vivo —. — Este es un sobrino mío — contesta el sargento de la partida —; yo respondo de él con mi vida." Santos Pérez se acerca al sargento, le atraviesa el corazón de un balazo, y en seguida, desmontándose, toma de un brazo al niño, lo tiende en el suelo y lo degüella, a pesar de sus gemidos de niño que se ve amenazado de un peligro. Este último gemido del niño es sin embargo, el único suplicio que martiriza a Santos Pérez; después, huyendo de las partidas que lo persiguen, oculto en las breñas de las rocas, o en los bosques enmarañados, el viento le trae al oído el gemido lastimero del niño. Si a la vacilante claridad de las estrellas se aventura a salir de su guarida, sus miradas inquietas se hunden en la oscuridad de los árboles sombríos, para cerciorarse de que no se divisa en ninguna parte el bultito blanquecino del niño; y cuando llega al lugar donde hacen encrucijada dos caminos lo arredra ver venir por el que él deja, al niño animando su caballo (19).
Facundo decía también que un solo remordimiento lo aquejaba: ¡la muerte de los veintiséis oficiales fusilados en Mendoza!

NOTAS:
(1) “Je demande... ce qu’il raconte.” “Yo pido al historiador el amor a la humanidad o a la libertad: su justicia imparcial no debe ser impasible. Es necesario, al contrario, que desee, que espere, que sufra o sea feliz con lo que narra.” Villemain. Curso de literatura
(2) "desatar este nudo que no ha podido cortar la espada." Alusión al nudo gordiano. El régimen rosista, que los levantamientos militares no pudieron derribar, podrá ser derrocado tras la toma de conciencia cívica e histórica que el libro se propone crear.
(3) outlaw. Palabra inglesa que significa "fuera de la ley".
(4) squatter. Palabra inglesa que significa "advenedizo", "intruso", "usurpador ".
(5) "Ojo de Halcón": El gran cazador de la obra de Fenimore Cooper, El último de los mohicanos
(6)El Trampero. Personaje de La Pradera, de F. Cooper.
(7)mulitas. Desdentado que habita en América meridional, llamado también "peludo".
(8) aves mortecinas. Aves que comen carne de carroñas: caranchos, cuervos, etc.
(9) pangaré. Caballo de color leonado, entre doradillo y zaino.
(10) acomete a lo más espeso de la partida. Un caso así se presenta en Martín Fierro, de Hernández.
(11) tajadas. Chilenismo: tajos, cuchilladas.
(12) endilga. Encamina, dirige.
(13) aperciba. Galicismo por "se dé cuenta, lo advierta".
(14) real de una tropa. Lugar donde se realiza una feria de caballos.
(15) mil estancias. En la primera edición, página 55, dice "diez mil estancias': Sarmiento excluyó la palabra diez en atención a las observaciones de V. Alsina en su nota 2. Era una hipérbole, que manifestaba la actitud de simpatía y admiración del escritor. Alsina lo reconoce así, señalando el carácter literario de la lengua de Sarmiento opuesta a la intencionalidad teórica y sociológica: "...creo que tiene mucha poesía, si no en ideas, al menos en los modos de locución. Vd. no se propone escribir un romance, ni una epopeya, sino una verdadera historia social..."
(16) Zaragoza. Ciudad española, a orillas del Ebro. Fue llamada inmortal por la resistencia que opuso a las huestes napoleónicas durante la invasión de 1808 – 1809.
(17) Es preciso que esté…señal indeleble. Carácter del gaucho que se evidencia en el Martín Fierro.
(18) desgracia. Eufemismo del habla gauchesca para denominar un homicidio y las consecuencias que acarrea al matador.
(19) Este último gemido ... animando su caballo. Este fragmento, de sustancia primordialmente imaginativa, muestra cómo se complementan en Facundo lo histórico y lo novelesco.
¡La muerte de los 26 oficiales fusilados en Mendoza! Después de la batalla de Chacón, donde Quiroga derrotó a Videla Castillo.

HIJO SOLO


JOSÉ MARÍA ARGUEDAS


Llegaban por bandadas las torcazas a la hacienda y el ruido de sus alas azotaba el techo de calamina. En cambio, las calandrias llegaban solas, exhibiendo sus alas; se posaban lentamente sobre los lúcumos, en las más altas ramas, y cantaban.
A esa hora descansaba un rato, Singu, el pequeño sirviente de la hacienda. Subía a la piedra amarilla que había frente a la puerta falsa de la casa; y miraba la quebrada, el espectáculo del río al anochecer. Veía pasar las aves que venían del sur hacia la huerta de árboles frutales.
La velocidad de las palomas le oprimía el corazón; en cambio, el vuelo de las calandrias se retrataba en su alma, vivamente, lo regocijaba. Los otros pájaros comunes no le atraían. Las calandrias cantaban cerca en los árboles próximos. A ratos, desde el fondo del bosque, llegaba la voz tibia de las palomas. Creía Singu que de ese canto invisible brotaba la noche; porque el canto de la calandria ilumina como la luz, vibra como ella, como el rayo de un espejo. Singu se sentaba sobre la piedra. Le extrañaba que precisamente al anochecer se destacara tanto la flor de los duraznos. Le parecía que el sonido del río movía los árboles y mostraba las pequeñas flores blancas y rosadas, aun los resplandores internos, de tonos oscuros, de las flores rosadas.
Estaba mirando el camino de la huerta, cuando vio entrar, en el callejón empedrado del caserío, un perro escuálido, de color amarillo. Andaba husmeando con el rabo metido entre las piernas. Tenía "anteojos"; unas manchas redondas de color claro, arriba de los ojos.
Se detuvo frente a la puerta falsa. Empezó a lamer el suelo donde la cocinera había echado el agua con que lavó las ollas. Inclinó el cuerpo hacia atrás; alcanzaba el agua sucia estirando el cuello. Se agazapó un poco. Estaba atento, para saltar y echarse a correr si alguien abría la puerta. Se hundieron aún más los costados de su vientre; resaltaban los huesos de las piernas; sus orejas se recogieron hacia atrás; eran oscuras, por las puntas.
Singu buscaba un nombre. Recordaba febrilmente nombres de perros.
— ¡"Hijo Solo"! — le dijo cariñosamente —. "¡Hijo Solo!" ¡Papacito! ¡Amarillo! ¡Niñito! ¡Niñito!
Como no huyó, sino que lo miró sorprendido, alzando la cabeza, dudando, Singuncha siguió hablándole en quechua con tono cada vez más familiar.
— ¿Has venido por fin a tu dueño? ¿Dónde has estado, en qué pueblo, con quién?
Se bajó de la piedra, sonriendo. El perro no se espantó, siguió mirándolo. Sus ojos también eran de color amarillo, el iris negro se contraía sin decidirse.
— Yo, pues, soy Singuncha. Tu dueño de la otra vida. Juntos hemos estado. Tú me has lamido, yo te daba queso fresco, leche también; harto. ¿Por qué te fuiste?
Abrió la puerta. De la leche que había para los señores echó apresuradamente, bastante, en un plato hondo; y corrió. Estaba aún ahí el perro, sorprendido, dudando. Puso el plato en el suelo. "Hijo Solo" se acercó casi temblando. Y bebió la leche. Mientras lamía haciendo ruido con las fauces, sus orejitas se recogieron nuevamente hacia arriba; cerró un poco los ojos. Su hocico, como las puntas de las orejas, era negro, Singuncha puso los dedos de sus dos manos sobre la cabeza del perro, conteniéndola respiración, tratando de no parecer ni siquiera un ser vivo. No huyó el perro, cesó por un instante de lamer el plato. También él paralizó el aliento; pero se decidió a seguir. Entonces Singuncha pudo acariciarle las orejas.
Jamás había visto un animal más desvalido; casi sin vientre y sin músculos. “¿No habrá vuelto a acompañar a su dueño, desde la otra vida?”, pensó. Pero viéndole la barriga y la forma de las patas, comprendió que era aún muy joven. Sólo los perros maduros pueden guiar a sus dueños, cuando mueren en pecado y necesitan los ojos del perro para caminar en la oscuridad de la otra vida.
Se abrazó al cuello de “Hijo Solo”. Todavía pasaban bandadas de palomas por el aire algunas calandrias, brillando.
Hacía tiempo que Singu no sentía el tierno olor de un perro, la suavidad del cuello y de su hocico. Si el señor no lo admitía en la casa el se iría, fugaría a cualquier pueblo o estancia de la altura, donde podían necesitar pastores. No lo iban a separar del compañero que Dios le había mandado hasta esa profunda quebrada escondida. Debía ser cierto que "Hijo Solo" fue su perro en el mundo incierto de donde vienen los niños. Le había dicho eso al perro, sólo para engañarlo; pero si él había oído, si le había entendido, era porque así tenía que suceder; porque debían encontrarse allí, en "Lucas Huayk'o", la hacienda temida y odiada en cien pueblos. ¿Cómo, por qué mandato "Hijo Solo" había llegado, hasta ese infierno odioso? ¿Por qué no se había ido, de frente, por el puente, y había escapado de “Lucas Huayk’o”?
‑ ¡Gringo! ¡Aquí sufriremos! Pero no será de hambre — le dijo —. Comida hay, harto. Los patrones pelean, matan sus animales por eso dicen que "Lucas Huayk'o" es infierno. Pero tú eres de Singuncha, "endio" sirviente.
¡Jajay! ¡Todo tranquilo para mí! ¡Vuela, torcacita! ¡Canta, tuyay; tuyacha! ¡Todo tranquilo!
Abrazó al perro más estrechamente; lo levantó un poco en peso. Hizo que la cabeza triste de "Hijo Solo" se apoyara en su pecho. Luego lo miró a los ojos. Estaba aún desconcertado. Sonriendo, Singuncha alzó con una mano el hocico del perro, para mirarlo más detenidamente e infundirle confianza.
Vio que el iris de los ojos del perro clareaba. Él conocía cómo era eso. El agua de los remansos renace así, cuando la tierra de los aluviones va asentándose. Aparecen los colores de las piedras del fondo y de los costados, las yerbas acuáticas ondean sus ramas en la luz del agua que va clareando; los peces cruzan sus rayos. "Hijo Solo" movió el rabo, despacio, casi como un gato; abrió la boca, no mucho; chasqueó la lengua, también despacio. Y sus ojos se hicieron transparentes. No deseaba ver más el Singuncha; no esperaba más del mundo.
Le siguió el perro. Quedó tranquilo, echado sobre los pellejos en que el cholito dormía, junto a la despensa, en una habitación fría y húmeda, debajo del muro de la huerta. Cuando llovía o regaban, rezumaba agua por ese muro.
Quizá los perros conocen mejor al hombre que nosotros a ellos. "Hijo Solo" comprendió cuál era la condición de sus dueños. No salió durante días y semanas del cuarto. ¿Sabía también que los dueños de la hacienda, los que vivían en esta y en la otra banda se odiaban a muerte? ¿Había oído las historias y rumores que corrían en los pueblos sobre los señores de "Lucas Huayk'o"?
‑ ¿Viven aún los dos? ‑ se preguntaban en las aldeas ‑‑. ¿Qué han derrumbado esta semana? ¿Los cercos, las tomas de agua, los andenes?
‑ Dicen que Don Adalberto ha desbarrancado en la noche doce vacas lecheras de su hermano. Con veinte peones las robó y las espantó al abismo. Ni la carne han aprovechado. Cayeron hasta el río. Los pumas y los cóndores están despedazando a los animales finos.
‑ ¡Anticristos!
‑ ¡Y su padre vive!
‑ ¡Se emborracha! ¡Predica como diablo contra sus hijos! Se aloca.
‑ ¿De dónde, de quién vendrá la maldición?
No criaban ya animales caseros ninguno de los dos señores. No criaban perros. Podían ser objetos de venganza, fáciles.
‑ "Lucas Huayk'o" arde. Dicen que el sol es allí peor. ¡Se enciende! ¿Cómo vivirá la gente? Los viajeros pasan corriendo el puente.
Sin embargo, "Hijo Solo" conquistó su derecho a vivir en la hacienda. É1 y su dueño procedieron con sabiduría. Un perro allí era necesario más que en otros sitios y hogares. Pero los habían matado a balazos, con veneno o ahorcándolos en los árboles, a todos los que ambos señores criaron, en esta y en la otra banda.
Los primeros ladridos de "Hijo Solo" fueron escuchados en toda la quebrada. Desde lo alto del corredor, "Hijo Solo" ladró al descubrir una piara de mulas que se acercaban al puente. Se alarmó el patrón. Salió a verlo. Singu corrió a defenderlo.
— ¿Es tuyo? ¿Desde cuándo?
— Desde la otra vida, señor ‑ contestó ‑ apresuradamente el sirviente.
— ¿Qué?
— Juntos, pues, habremos nacido, señor. Aquí nos hemos encontrado. Ha venido solito. En el callejón se ha quedado, oliendo. Nos hemos conocido. Don Adalberto no le va a hacer caso. De "endio" es, no es de werak'ocha[1]. Tranquilo va a cuidar 1a hacienda.
‑ ¿Contra quién? ¿Contra el criminal de mi hermano? ¿No sabes que Don Adalberto come sangre?
‑ Perro de mí es, pues, señor. Tranquilo va ladrar. No contra Don Adalberto.
"Hijo Solo” los escuchaba inquieto. Miraba al dueño de la hacienda, con esa cristalina luz que tenía en los ojos desde la tarde en que fue alimentado y saciado por Singuncha, junto a la puerta falsa de la casa grande.
‑ Es simpático; chusco. Lo matarán sin duda — dijo Don Ángel ‑. Se desprecia a los perros. Se les mata fácil. No hay condena por eso. Que se quede, pues, Singuncha. No te separes de él. Que ladre poco. Te cuidará cuando riegues de noche la alfalfa. Enséñale que no ladre fuerte. Le beberá la sangre, siempre, ese Caín. ¿Cómo se llama? Su ladrar ha traído recuerdos a la quebrada.
‑ "Hijo Solo", patrón.
Movió el rabo. Miró al dueño, con alegría. Sus ojos amarillos tenían la placidez de la luz, no del crepúsculo sino del sol declinante que se posaba sobre las cumbres ya sin ardor, dulcemente, mientras las calandrias cantaban desde los grandes árboles de la huerta.
“Más fácil es ver aquí un perro muerto. Ya no tengo costumbre de verlos vivos. Allá él. Quizá mi hermano los despache a los dos juntos. Volverán al otro mundo rápido."
El dueño de la hacienda bajó al patio, hablando en voz baja.
No se dieron cuenta durante mucho tiempo. El perro exploró toda la hacienda, por la banda izquierda que pertenecía a Don Ángel. No escandalizaba. Jugaba en el campo con el pequeño sirviente. Se perdía la alfalfa floreada; corría a saltos, levantaba la cabeza, para mirar a su dueño. Su cuerpo amarillo, lustroso ya, por el buen trato, resaltaba entre el verde feliz de la alfalfa y las flores moradas. Singuncha reía.
‑ ¡Hijos de Dios en medio de la maldición! ‑ decía de ellos la cocinera.
El perro pretendía atrapar a los chihuillos que vivían en los bosques de retama de los pequeños abismos. El chihuillo tiene vuelo lento y bajo; da la impresión de que va a caer, que está cansado. E1 perro se lanzaba, anhelante, tras de los chihuillos, cuando cruzaban los campos de alfalfa buscando los árboles que orillaban las acequias. El Singuncha reía a carcajadas. La misma absurda pretensión hacía saltar al perro, a la orilla del río, cuando veía pasar a los patos, que eran raros en "Lucas Huayk'o".
Singu era becerrero, ayudante de cocina, guía de las yuntas de aradores, vigilante de los riegos, espantador de pájaros, mandadero. Todo lo hacía con entusiasmo. Y desde que encontró a su perro "Hijo Solo", fue aún más diligente. Había trabajado siempre. Huérfano recogido, recibió órdenes desde que pudo caminar.
Lo alimentaron bien, con suero, leche, desperdicios de la comida, huesos, papas y cuajada. El patrón lo dejó al cuidado de las cocineras. Le tuvieron lástima. Era sanguíneo, de ojos vivos. No era tonto. Entendía bien las órdenes. No lloraba. Cuando lo enviaban al campo, le llenaban una bolsa con mote[2] y queso. Regresaba cantando y silbando. Los señores peleaban, procuraban quitarse peones. Los trataban bien por eso. El otro, Don Adalberto, tenía los molinos, los campos de cebada y trigo, las aldeas de la hacienda, y las minas. Don Angel, los alfalfares, la huerta; el ganado, el trapiche.
Singu no tomaba parte aún en la guerra. La matanza de animales, los incendios de los campos. de trigo, las peleas, se producían de repente. Corrían; el patrón daba órdenes; traían los caballos. Se armaban de látigos y lanzas. El patrón se ponía un cinturón con dos fundas de pistolas. Partían al galope. La quebrada pesaba, el aire parecía caliente. La cocinera lloraba. Los árboles se mecían con el viento; se inclinaban mucho, como si estuvieran condenados a derrumbarse; las sombras vibraban sobre el agua. Singuncha bajaba hasta el puente. El tropel de los caballos, los insultos en quechua de los jinetes, su huida por el camino angosto; todo le confirmaba que en "Lucas Huayk'o", de veras, el demonio salía a desplegar sus alas negras y a batir el viento, desde las cumbres.
Hubo un período de calma en la quebrada; coincidió con la llegada de "Hijo Solo".
‑ Este perro puede ser más de lo que parece – comentó Don Ángel semanas después.
Pero sorprendieron a "Hijo Solo", en medio del puente, al mediodía.
Singuncha gritó, pidió auxilio. Lo envolvieron con un poncho, le dieron de puntapiés.
Oyó que el perro caía al río. El sonido fue hondo, no como el de un pequeño animal que golpeara con su desigual cuerpo la superficie del remanso. A él lo dejaron con un costal sucio amarrado al cuello.
Mientras se arrancaba el costal de la cabeza, huyeron los emisarios de Don Adalberto. Los pudo ver aún en el recodo del camino, sobre la tierra roja del barranco.
Nadie había oído los gritos del becerrero. El remanso; brillaba; tenía espumas en el centro, donde se percibía la corriente.
Singu miró el agua. Era transparente, pero honda. Cantaba con voz profunda; no sólo ella, sino también los árboles y el abismo de rocas de la orilla, y los loros altísimos que viajaban por el espacio. Singu no alcanzaría jamás a "Hijo Solo". Iba a lanzarse al agua. Dudó y corrió después, sacudiendo su pantalón remendado, su ponchito de ovejas. Pasó a la otra banda, a la del demonio Don Adalberto; bajó al remanso. Era profundo pero corto. Saltando sobre las piedras como un pájaro, más ligero que las cabras, siguió por la orilla, mirando el agua, sin llorar. Su rostro brillaba, parecía sorber el río. ¡Era cierto! "Hijo Solo" luchaba, a media agua. El Singuncha se lanzó a la corriente, en la zona del vado. Pudo sumergirse. Siempre llevaba, a manera de cuchilla, un trozo de fleje que él había afilado en las piedras. Pero el perro estaba ya aturdido, boqueando. E1 río los llevó lejos, golpeándolos en las cascadas. Cerca del recodo, tras el que aparecían los molinos de Don Adalberto, Singuncha pudo agarrarse de las ramas de un sauce que caían a la corriente. Luchó fuerte, y salió a la orilla, arrastrando al perro.
Se tendieron en la arena. "Hijo Solo” boqueaba, vomitaba agua como un odre.
Singuncha empezó a temblar, a rechinar los dientes. Tartamudeando maldecía a Don Adalberto, en quechua: "Excremento del infierno, posma del demonio. Que el sol te derrita como a las velas que los condenados llevan a los nevados. ¡Te clavarán con cadenas en la cima de ‘Aukimana'; 'Hijo Solo' comerá tus ojos, tu lengua, y vomitará tu pestilencia, como ahora! ¡Vamos a vivir, pues!"
Se calentó en la arena el perro; puso su cabeza sobre el cuerpo del Singuncha; moviendo sus "anteojos", lo miraba. Entonces lloró Singu.
‑ ¡Papacito! ¡Flor! ¡Amarillito! ¡Jilguero!
Le tocaba las manchas redondas que tenía en la frente, sus "anteojos''.
‑ ¡ Vamos a matar a Don Adalberto! ¡Dice Dios quiere! — le dijo.
Sabía que en los bosques de retama y lambras de Los Molinos cantaban las torcazas más hermosas del mundo.
Desde centenares de pueblos venían los forasteros a hacer moler su trigo a "Lucas Huayk'o", porque se afirmaba que esas palomas eran la voz del Señor, sus criaturas.
Hacían turnos que duraban meses, y Don Adalberto tenía peones de sobra. Se reía de su hermano.
‑ ¡Para mí cantan, por orden del cielo, estas palomas! ‑ decía ‑. Me traen gente de cinco provincias.
Escondido, Singuncha rezó toda la tarde. Oyó, llorando, el canto de las torcazas que se posaban en el bosque, a tomar sombra.
A1 anochecer se encaminó hacia Los Molinos. Pasó frente al recodo del río; iba escondiéndose tras los arbustos y las piedras. Llegó frente al caserío donde residía Don Adalberto; pudo ver los techos de calamina del primer molino del más alto.
Cortó un retazo de su camisa y lo deshizo, hilo tras hilo; escarmenándolas con las uñas, formó una mota con las hilachas, las convirtió en una mecha suave.
Había escogido las piedras, las había probado. Hicieron buenas chispas; prendieron fuerte aun a plena luz del sol.
Más tarde vendrían "concertados" a la orilla del río, a vigilar, armados de escopetas. Anochecía. Los patitos volaban a poca altura del agua. Singu los vio de cerca; pudo gozar contemplando las manchas rojas de sus alas y las ondas azules, brillantes, que adornaban sus ojos y la cabeza.
‑ ¡Adiós, niñitas! ‑ les dijo en voz alta.
Sabía que el sonido del río apagaría su voz. Pero agarró del hocico al "Hijo Solo" para que no ladrase. El ladrido de los perros corta todos los sonidos que brotan de la tierra.
Tupidas matas de retama seca escalaban la ladera, desde el río. No las quemaban ni las tumbaban, porque vivían allí las torcazas.
Llegaron palomas en grandes bandadas y empezaron a cantar.
Singuncha escogió hojas secas de yerbas y las cubrió con ramas viejas de k'opayso y retama. No oía el canto. Su corazón ardía. Hizo chocar los pedernales junto a la mecha. Varios trozos de fuego cayeron sobre el trapo deshilachado y lo prendieron. Se agachó; de rodillas, mientras con un brazo tenía al perro por el cuello, sopló la llama que se formaba. Después a pocos, sopló. Y casi de pronto se alzó el fuego. Se retorcieron las ramas. Una llamarada pura empezó a lamer el bosque a devorarlo.
‑ ¡Señorcito Dios! ¡Levanta fuego! ¡Levanta fuego! ¡Dale la vuelta! ¡Cuida!.‑ gritó alejándose, y volvió a arrodillarse sobre la arena.
Se quedó un buen rato en el río. Oyó gritos, y tiros de carabina y dinamita.
Volvió hacia el remanso. Más allá del recodo, cerca del vado, se lanzó al río. "Hijo Solo" aulló un poco y lo siguió. Llegaban las palomas a esta banda a la de Don Ángel, volando descarriadas, cayendo a los alfalfares, tonteando por los aires.
Pero Singu se iba ya; no prestaba oído ni atención verdaderos a la quebrada; subía hacia los pueblos de altura. Con su perro, lo tomarían de pastor en cualquier estancia; o el Señor Dios lo haría llamar con algún mensajero, el Jakakllu o el Patrón Santiago. Entonces, seguiría de frente, hasta las cumbres; y por algún arco iris escalaría al cielo, cantando a dúo con el "Hijo Solo".
‑ ¡Amarillito! '¡Jilguero! ‑ iba diciéndole en voz alta, mientras cruzaban los campos de alfalfa, a la luz de las llamas que devoraban la otra banda de la hacienda.
En la quebrada se avivó más ferozmente la guerra de los hermanos Caínes. Porque Don Adalberto no murió en el incendio.
[1] Antiguo Dios supremo de los Incas. Nombra ahora a los individuos de la clase señorial.
[2] Maíz cocido en agua.

EL LIMONERO REAL (fragmento)



JUAN JOSÉ SAER


Era vea un solo ver agua. Agua y después más nada. Más nada.
Aparece en eso una islita. Apenas vea si usté podía hacer pie de tan chiquitita que era. Cabía a lo más uno solo parado, derecho, y sin moverse porque sinó se iba al fondo. Y pura agua alrededor. Aparte de eso, más nada. Más nada.
En eso, a unos veinte metros, la misma islita. No otra, no vaya a creer, no, la misma, vea, igualita. La misma, únicamente que dos veces, una a unos veinte metros de la otra, chiquititas las dos, tan chiquititas que arriba de ellas no cabía más que uno solo parado, derecho. La misma islita dos veces, pura agua alrededor, y después más nada. Más nada.
Aparece en eso otra vez la islita, siempre a unos veinte metros de las otras dos, en triángulo que le dicen, vea. Tres veces la misma islita. Alrededor, hasta donde usté quisiera mirar, agua, pura agua. Y aparece después otra islita, y después otra, y otra, y otra. Siempre la misma islita, muchas veces aquí y allá, apareciendo despacio, sin mover el agua, todavía de barro blando. Muchas veces la misma islita. Alrededor, pura agua. Pura agua y después más nada. Más nada.
Al rato había tantas, digo había aparecido tantas veces, la misma islita, que usté podía pasar saltando de una a la otra, sin miedo de meter la pata en el agua. Y no bien usté había terminado de saltar de una islita y me va creer vea si le digo que era siempre la misma, no había vea terminado de saltar que ya estaba apareciendo otra vez la islita entre las dos, cosa de que si usté esperaba vea un minuto, vea, podía haber pasado caminando lo más tranquilo. Así hasta que se vio que todas las islitas estaban queriendo formar una sola. Quedó la isla grande y alrededor pura agua. Pura agua y después más nada. Más nada.
Ahí quedó nomás la isla secándose al sol. Porque ya estaba el sol arriba vea, arriba, dando vea de lleno. Primero era de barro tan blando que usté no podía caminar. Y agua alrededor por todos lados. El sol pegaba juerte, pero a la noche se le daba por desaparecer y todo quedaba negro y volvía a refrescar. Pero no bien despuntaba el otro día aparecía de nuevo y otra vez a dar de firme contra la isla el santo día. Se vio que en cuantito pasara un tiempo y si encima bajaba el agua, la isla se iba nomás a secar. Qué le voy a decir el tiempo que pasó. Perdimos vea la cuenta. Y todavía quedaron montones de cuajarones de barro por toda la isla. Partes secas, no le voy a decir que no había. Pero usté hacía un hoyo y no bien empezaba a aujerear más hondo, ya principiaba vea a ver tierra negra, y hasta podía ver culebrear alguna que otra lombriz y si usté se descuidaba y seguía cavando más abajo capaz que hasta brotaba agua. A mí se me hace que lo que se dice seca seca nunca quedó. Y eso que usté al tiempo no veía más ningún cuajarón. El agua también bajó, o en una de esas fue la isla la que se vino para arriba. Usté vea caminaba hasta el borde y podía ver igualito que ahora el agua dos metros más abajo. Así se formó la barranca, que el agua come. Tan seca quedó la tierra que se puso de un color gris al principio, y después como blanca. Donde habían estado los últimos cascarones se hundió un poco, quedó lisita lisita y toda partida. Menos mal que se largó a llover, porque ya daba lástima esta isla de lo seca que estaba. Daban gusto los aguaceros. Y cuando pararon, vea, cuando pararon, usté no me va creer vea lo que le digo, cuando pararon los aguaceros, no va que aparece toda la tierra vea llena de unas hojitas verdes, así de chiquitas, que empezaron vea a brotar. Toda la tierra llena de hojitas verdes. No se podía dar un paso sin aplastar montones. Pero no bien usté venía de aplastarlas ellas volvían a brotar. Algunas quedaron chicas chicas nomás como aparecieron. Pero otras empezaron a crecer de firme y cuando menos nos descuidamos ya estaba toda la isla llena de yuyos de sapo, de verbenas, de cardos, de sauces, de curupíes, de algarrobos, de laureles. Había tantas plantas que ya casi no se podía caminar, y si usté quería llegar de una punta a la otra de la isla tenía que ir abriéndose paso con un cuchillo. Había unas flores coloradas grandes así. Usté las cortaba y volvían a salir. De más crecían, vea, de más. Por gusto nomás hubiese sido lindo que usté hubiera visto lo que era la isla antes de los aguaceros para darse una idea de lo que le estoy diciendo: toda chata y de una tierra blanca, blanca, sin una sola hojita verde. Y no va que un día que andamos atravesando la isla a golpe de cuchillo ya le digo porque si no no había forma de avanzar, cuando llegamos a la otra punta y nos paramos en el filo de la barranca vemos que enfrente, a unos trescientos metros más o menos, hay otra isla igualita que la nuestra. A mí se me hace que había sido la misma islita apareciendo otra vez arriba del agua, tantas veces que terminó por formar otra isla grande y de seguro que ya estaba para el tiempo de los aguaceros porque era también toda verde. A lo lejos se divisaban otras islas iguales. Ya no era más como antes que no se veía más que pura agua. Ahora, agua, no le voy a decir que no había. Pero ya vea no estaba toda alrededor como antes. No, vea, ahora pasaba vea entre las islas, para el sur, despacito, y usté no veía moverse más que los bordes, pegando siempre vea contra la barranca y comiéndola de a poco.
No le quiero mentir con el tiempo que pasó. De noche, después de la época de los aguaceros se veían en el cielo unos puntitos que echaban brillo, sobre todo cuando no aparecía la luna que es redonda y mucho más grande y echa tanta claridad en el cielo que los puntitos casi que ni se alcanzan a divisar. No va que una vez que bajamos la barranca y nos sentamos al lado del río vimos salir del agua unos animalitos de lo más raros. Eran chiquititos así. Usté los levantaba y se ponía a oservarlos y podía verlos a trasluz. Tenían cuatro patitas y una colita larga y la cabecita terminaba en punta como la cola. Cuando usté los tenía entre los dedos empezaban a coletear, julepeados. Empezaron a salir a montones del agua y eran del mismo color, como las lumbrices, que para esa época se pusieron a engordar. A mi se me hace que de gordas que estaban es que empezaron a salir de la tierra. No me va a creer si se lo cuento: usté vio lo chiquititas que son y sin embargo empezaron a estirarse y a engordar, y una vez que yo estaba en la barranca mirando pasar un camalotal no va que de repente veo una lumbriz gorda como mi brazo que empieza a pasar por encima del camalotal y a meterse en el agua. Como a cinco metros adelante del camalotal vuelve a salir la cabeza, y eso que la cola todavía no había terminado de pasar por encima de los camalotes. Por la forma que tienen de culebrear, igualitas a las de las lumbrices, se nos dio por empezar a llamarlas culebras. Son más lindas de ver que las lumbrices. Parecen guascas trenzadas y todas pintadas de colores en el lomo. Vienen haciendo eses, las desgraciadas, y si usté las pisa por descuido capaz le saltan encima. Les gusta salir a lo seco a tomar sol porque son muy remolonas, y se quedan las horas enroscadas, durmiendo. Juegan con los pajaritos. Si por caso se topan con uno lo miran fijo y lo dejan como clavado en el suelo; después por jugar se le aprosiman despacito y se lo comen. No dejan vea ni los huesitos. Ni las plumas. En cambio los bichitos que veíamos salir del agua al ratito nomás se morían. Se secaban y quedaban hechos una cascarita transparente que cuando usté la quería agarrar se le hacía polvo entre los dedos. Por ver si vivían juntamos unos cuantos y los metimos en un tarrito con agua y los llevamos para el rancho. Empezamos a darles miga de pan y lechuga que al principio no querían comer, pero parece que después le agarraron gusto porque ya se salían del agua a la hora de la comida y se ponían a caminar por la parte de afuera del tarro y por el suelo. Engordaban que daba gusto. Como a la semana ya tenían un dedo de largo, y si usté los agarraba y se los ponía cerca de la oreja los sentía hacer unos ruiditos raros con la boca. ¿Me va creer si le digo que nosotros habíamos traído cuatro o cinco y que cuando menos nos descuidamos ya había como cincuenta? Para colmo a medida que iban engordando iban cambiando de forma. A algunos les desaparecía la cola, a otros les quedaba la cola pero les desaparecían dos de las cuatro patitas, a otros les crecían orejas, o plumas, o pelos, y hasta cuernos en la cabeza. Cuando menos nos dimos cuenta empezó a haber perros, pajaritos, nutrias, comadrejas, vacas. Vimos salir volando un pechito colorado y un benteveo. De uno que creció grande y se llenó de pelo nos dimos cuenta de que era un caballo porque empezó a relinchar. En cuestión de dos o tres meses ya estaba la isla llena de animales. Veía las cotorras pasar chillando en la bandada de isla en isla. A mediodía, siempre venía una pareja de torcacitas a sentarse en el paraíso y a ponerse a cantar. Era de más, vea, la cantidad de bichos que había. Ya hasta molestaban cuando nos pusimos a sembrar. No bien habíamos tirado el grano que ya bajaban volando las cotorras a picotearlo. Diga que la tierra era buena y daba de sobra todos los años.
Y menos mal, porque cuando empezaron a venir las desgracias, si no hubieran sido buenas las cosechas a esta hora estaríamos peor todavía de lo que estamos. No va que a uno de nosotros se le empieza a poner el pelo blanco, le empiezan a temblar las piernas, y un buen día se queda dormido y no hay forma de despertarlo. Se había puesto duro, vea, y blanco como ese papel. No sé que le pasaría vea a ese hombre, porque por más vea que lo sacudiéramos ni un pelo se le movía y al otro día nomás empezó a echar un olor que ni acercarnos vea podíamos. Otro día amaneció lleno de lumbrices y despidiendo mucho más olor así que lo enterramos porque las lumbrices lo estaban dejando a la miseria. Hicimos lo más que pudimos y no fue culpa nuestra si no se despertó. No era justo, tampoco, no vaya creer, que él se la pasara durmiendo mientras nosotros salíamos a juntar la alberja a la mañana temprano, bajo esas heladas. Ahora bueno, por si se despertaba, le dejamos eso sí unos salamines, sardinas, un litro de tinto y un poco de galleta. A1 otro día nomás nos pusimos a discutir qué había que hacer si algún otro se nos dormía. Uno dijo que lo mejor era esperar hasta que le aparecieran las primeras lumbrices, y si para entonces no se despertaba, que nomás lo enterráramos. Eso estuvo bien dicho. Pero no va que otro pregunta qué es lo que hay que hacer si vemos que un hombre se nos está queriendo empezar a dormir. Decidimos que había que cachetearlo para mantenerlo despierto, pero cuando a otro se le dio por dormirse y le empezamos a dar de firme en la cara, se durmió todavía más pronto que el primero y a los dos días nomás ya lo estaban banqueteando las lumbrices. Vimos que si todos se nos empezaban a tirar a muerto como los dos que habíamos enterrado, en cuantito nos descuidáramos nos íbamos a quedar sin brazos para la cosecha. Daba asco ver cómo las lumbrices nos estaban cuatreriando los hombres.
Días enteros nos pasamos reflesionando. Tanto, que cuando nos descuidamos se nos había pasado el tiempo de la cosecha y las sandías se nos fueron en vicio. Así que hubo que volver a reflesionar. A la final nos pusimos de acuerdo en que con uno solo que reflexionara bastaba. Elegimos al más cabezón. Le dijimos que tenía que ver de evitar que los hombres se nos empezaran a dormir y también que tenía que ver de evitar que la sandía se nos fuera en vicio cuando nos demorábamos reflesionando. Ahí mismo nomás empezó a reflesionar el Cabezón. Medio cerró los ojos como si lo molestara la resolana y se empezó a tirar despacito la punta de la oreja. Ha de engordar los piojos, la reflesión, porque ahí nomás se le dio por rascarse la cabeza. Y no va que después de un momento dice que viene de reflesionar algo, que era vea lo que sigue: que el tiempo que se la pasara reflesionando había que mandarle algún regalito para mantenerlo más o menos gordo. Que cualquiera podía juntar la cosecha, pero que para reflesionar había que ser cabezón de nacimiento. Que si no acetábamos era mejor para él, porque era una gran responsabilidá y se estaba toda la vida mejor juntando la cosecha que reflesionando. Estuvimos discutiendo un rato largo pero al fin acetamos. De cada diez gallinas, una era para él; de cada diez sandías le dábamos una. Peliamos un rato la cuestión de la sandía, porque el Cabezón la quería calada, hasta que al fin lo convencimos. Se me hace que a la larga le resultó mejor que le diéramos las sandías sin calar. Porque como nosotros éramos como treinta, cada vez que nosotros cosechábamos cada uno nueve sandías él cosechaba treinta, sentado nomás en su rancho déle reflesionar y mateando a la sombra. Misma cosa con las gallinas. Así se estaba el Cabezón mateando a la sombra y reflesionando, el santo día, y al cabo de un tiempo usté ni podía caminar por el patio de su rancho de la cantidad de pollos que andaban picoteando en el patio y de las pilas de sandías que eran más altas que el rancho, y no le esagero. Nunca más las pidió caladas y acetaba igual las que estaban un poco verdes, total maduraban solas en el patio. Cuando pasábamos frente al rancho, a la hora que juese, siempre veíamos al Cabezón mateando a la sombra de los paraísos, con los ojos medios cerrados fijos en la pila de sandías. Parecía sacar de ahí las ideas. Cuando otro se nos empezó a tirar a muerto y lo llamamos, el Cabezón lo miró un rato y le tocó la barriga, le palpó las piernas, le abrió la boca y le miró la dentadura, y después dijo que el hombre no tenía más remedio, que se iba a la quinta del Ñato. Se iba a trabajar conchabado a esa quinta, el hombre, parece, dijo el Cabezón. Dijo que más valía enterrarlo en seguida que empezara a mandar olor, para no dejárselo a las lumbrices que ya lo debían andar olfateando. Y a más dijo el Cabezón que día más día menos todos íbamos a terminar conchabándonos en esa quinta y que más valía tratar bien a los que iban enterrando y a sus familias para que los que se adelantaran no nos dieran una mano de bleque con los patrones. Convenía andar bien con ellos, dijo el Cabezón. Y a más nos dijo que cada vez que alguno se empezara a venir abajo que le lleváramos una ponedora, o un poco de trigo, o un esqueleto de vino común que él lo iba hacer llegar a la quinta del Ñato para que allá vieran que por estos lados se les tenía consideración. Después sacó del bolsillo un pedazo de cresta de gallo así de chiquito y se lo puso en el bolsillo al que estaba echado en el suelo, que ya casi ni se movía. Dijo que con esa cresta los de allá iban a reconocer que de este lado todo estaba en orden. Era un pedacito de cresta colorada, no una cresta entera. Lo usábamos como santo y seña, que le dicen. Y cada vez que alguno empezaba a temblequear y a querer dormirse, íbamos con una ponedora al Cabezón y él nos daba un pedacito de cresta, ya casi reseca, mire, y se me hace que había de haber estado guardando las crestas de los gallos que metía en el puchero. Ya era demás la cantidad de ponedoras que tenía, y había montones de vino común, tinto y abocado, porque el blanco no lo acetaba, en el patio y de seguro también adentro del rancho. El Cabezón estaba medio tapado entre tantas cosas y apenas si se lo divisaba bajo los paraísos cuando se sentaba en una silla baja a matear, a la tardecita. Y no va que se nos viene otra vez una época de aguaceros y la cosecha de sandía se nos aguó toda. Algunas se fueron en semilla, otras usté las abría y eran pura agua, más blancas que ese papel, otras se quedaban así nomás chicas y no crecían más, un asco de desabridas. A la final no había una sandía ni para remedio. Nos vamos entonces a lo del Cabezón — medio tapado ya le digo entre las sandías y los esqueletos de vino y las gallinas que se la pasaban dando vueltas al pedo por el patio ‑ y le decimos que se nos aguó la sandía y que si sigue el agua se nos va a echar a perder también el máis. Nos dice el Cabezón que la tormenta se para fácil: se hace una cruz de sal gruesa en el suelo, se busca un sapo macho de los más grandes, se lo pone panza arriba, se le abre en cruz el vientre con un cuchillo de punta bien afilado, se le sacan afuera las achuras y se deja que la sangre corra por el suelo sin tocar los granos de sal. Le traemos el sapo y la sal, porque dijo que la de él no servía, y hace todo como lo había dicho y usté no me va a creer si le digo que al mes el agua paró. Justito vea al mes, no le miento. Lástima que ya el máis estuviera perdido. Entonces vamos y le decimos al Cabezón que la lluvia nos ha dejado sin máis y sin sandías, que si nos puede emprestar alguna hasta la próxima cosecha. Emprestar emprestar, el Cabezón dice que no puede, pero que si nos sobra una vaquillona, o un ternerito, o alguna otra cosa que no nos sea de mucha utilidá, él nos puede dar algunas sandías a cambio. No había mucho que mañeriar, así que acetamos. A los que no tenían ningún animal, el Cabezón les dijo que se fueran tranquilos, que él los iba ayudar a todos y a nadie le iba faltar sandía en su mesa; que esas sandías él se las había ganado con el sudor de su frente, reflesionando, pero que ya iba arreglar para que todo el mundo quedara contento. El hombre no faltó a su palabra. A los que no tenían animales, les cambió el terrenito, El rancho, la próxima cosecha. Y a los que no tenían nada el Cabezón los conchabó para hacer algunos arreglos en el rancho, agrandar, poner alambrados, podar los árboles, cebarle mate, blanquear las paredes y otros trabajitos que venían haciendo falta. Al fin de la jornada, cada uno se llevaba su sandía. Cada uno se sentaba a su mesa bajo el farol, a la noche y tenía su sandía partida en cuatro pedazos. Usté veía el agua fresca correr y las semillas negras pegadas a la madera de la mesa. Se veía lo más bien; que el Cabezón era hombre de palabra; yo le había estado alambrando como una semana, desde el amanecer hasta la noche, y después que le prendía el fuego y le ponía una tira de asado en la parrilla, él siempre me daba mi sandía y me decía que me la llevara para mi casa. Nunca me faltó; siempre que prometió la sandía, siempre yo me la llevaba para mi casa. Por eso una mañana desaté la canoa, puse adentro las pocas cosas que tenía en el rancho, y empecé a remar por entre las islas cosa de encontrar alguna donde afincarme y hacerme una posición, porque tanta sandía ya me estaba dando un principio de cursiadera.
No le quiero mentir con el tiempo que pasé remando. A la nochecita me arrimaba a las orillas y pernotaba bajo los árboles. Siempre picaba alguna cosita: un surubí, un dorado, un armado chancho, una vieja del agua. Si había pesca de más la cambiaba por vicios en algún almacén. Nunca me faltaron los Colmena, ni la yerba ni el vino tinto. Una vez me pelié con un tuerto grandote que se había emperrado en no dejarme salir de su rancho, de la tranca que tenía. Al fin seguimos chupando hasta que se durmió y entonces aproveché para fletar la canoa en la oscuridá y desaparecer. Más adelante dormí una noche en la canoa, balanceándome, mirando las estrellas que para esa época estaban empezando a amarillear. Estaba medio adormecido y escuché una voz que empezó a hablarme en la oscuridá. No le entendí lo que decía pero me julepié bastante y me puse a remar para no seguir escuchando. Sonaba fulera. No parecía de cristiano. Más bien eran como ánimas en pena o como lloronas. Dos veces me topé la luz mala, culebreando en la orilla, y seguí de largo. Otra vez, en otra isla, la chancha encadenada se andaba paseando entre los matorrales y la vi patente como se refregaba la trompa contra un árbol. Era blanca y se oía el ruido de la cadena que arrastraba. Seguro que me vio, porque cuando ve a un cristiano empieza a crecer y se vuelve del tamaño de un caballo. La dejé nomás en la isla, llorando y comiendo basura, y al rato supe que era viernes a la noche porque en otra isla que bajé oí que aullaba un lobizón. Me di cuenta que no andaba por buen camino. No le quiero decir que perdí el rumbo, no, porque el pobre es como perro atropellado por camión, que anda siempre sin rumbo. Pero se veía bien que por esos lados no iba encontrar ninguna solución y que era mejor cambiar de camino. Ahí lo tenía usté al hombre remando otra vez de sol a sol y durmiendo en las orillas meses enteros. Cuando llovía, usté podía ver el río arrugado como la hoja de la escarola. En el verano más vale no le cuento. Con el agua del río usté podía cebarse mate tal como la sacaba, y a veces se le quemaba la yerba. Para colmo a la tardecita se levantaba la mosquitada en las orillas y si usté se acostaba a dormir se lo comían vivo. Había que hacer humadera con un poco de liga seca para espantarlos, y ni así se iban. Usté no veía a dos metros entre esas nubes negras de mosquitos gordos como este dedo que se le venían encima. De una isla a la otra se veían unas manchas negras antes que oscureciera y hasta se oían los zumbidos. Como esos mosquitos andaba yo, levantando vuelo de un pantano al otro atrás de algo vivo para prenderme y engordar. Más adelante me entreveré con una curandera que me tuvo un tiempo como engualichado y que se había aquerenciado conmigo. Viví con ella pero al final terminé por cansarme porque era una mujer de ésas a las que les gusta llevar ellas los pantalones. En su rancho no faltaba nada, produto de los regalos que le hacían cuando las curaciones. Les tiraba el cuero a los muchachos enpachados, curaba el mal de ojo con un poco de agua y aceite, les enderezaba los nervios a los recalcados echando unos granos de trigo o de máis en un tarrito con agua. A mí se me hace que ha de haberme metido algún yuyo en el mate sin yo saberlo, y que por eso me quedé. Mal mal, la verdá, no se estaba. Era muy regalona, y tenía mano para la cocina. Adobaba los bagres como ella sola, para sacarles el gusto a barro. Pero cuidadito con que yo hablara de seguir viaje. Se ponía más mala que raya que le cortan la siesta. Meses enteros jugó conmigo como gato con yarará. Siempre que iba al pueblo volvía con algún chiche: algún pañuelo de seda, perfume (mire si yo me iba andar perfumando) y una vez hasta un cinturón. Un día tuvimos una discusión por la cuestión de siempre y a la noche me despierto y la descubro rondando la cama con un cuchillo. Viejo, dije para mí cuando la vi con semejantes intenciones, ya es hora de que fletés otra vez la canoa y te pongás a remar en la dirección por la que has venido. Así que esperé como una semana y cuando ella se fue un sábado de compras al pueblo, empujé otra vez la canoa al agua y salté encima. Meta otra vez a remar, y ahora para colmo río arriba. Pierdo la cuenta de los días. Siempre el hombre sentado en la canoa, de espaldas a la dirección que llevaba, luchando siempre contra la corriente que por esos tiempos hacía mucha juerza contraria porque eran años de crecida. A más, había más islas y riachos que mosquitos. Por más que busqué no hubo forma de conchabarme. Entre la crecida y los cabezones no había nada que hacer y todo el mundo andaba galgueando. Por eso cuando toqué la orilla de mi islita y empecé a subir la barranca y a recorrer el caminito de arena, el corazón me empezó a golpear juerte en el pecho. Más juerte me golpeó todavía cuando divisé el paraíso y el frente del rancho. El Negro y el Chiquito estaban tirados a la sombra, tascando cada uno un garrón. Ella tejía también a la sombra y el muchacho estaba viniendo desde el fondo justito en ese momento. Usté no me va creer si le digo que a gatas me reconocieron por la voz. Cuando entraron en confianza, el Negro y el Chiquito me saltaron encima queriendo lamberme la cara y no había forma de hacerlos serenar. El muchacho me bombeó un poco para que yo me refrescara y cuando volvimos adelante ella estaba llenándome el primer mate. Hay que haber andado lo que yo anduve y visto lo que yo vi ya le digo para saber lo que es tomar un amargo en las casas, con la patrona y el hijo, sin miedo de que le ronden a uno el sueño con una faca ni haiga ningún peligro ya le digo de que el mate venga engualichado. Mateando me cuentan que han pasado las mil y una y a la nochecita, cuando estamos viendo una tira asarse despacio sobre la parrilla; ella me dice que ya estaban por darme por muerto y que más de un gavilán la rondaba.

LA NOCHE BOCA ARRIBA




JULIO CORTÁZAR



Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él ‑porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre ‑ montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo sobre la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas, y seguridades; Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las piernas. «Usté la agarró apenas pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado». Opiniones recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole a beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. «Natural», dijo él. «Como que me la ligué encima…» Los dos se rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se rebelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. «Huele a guerra», pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
‑Se va a caer de la cama ‑dijo el enfermo de al lado ‑. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. «La calzada», pensó. «Me salí de la calzada». Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el escorpión de los pantanos hasta su cuello donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Cómo dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones le cerró a la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora, lo llevaban, lo llevaban, era final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez de techo nacieran las estrellas y se alzara frente a él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó, buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerrada los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abría era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enrome insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

CASA TOMADA


Julio Cortázar


Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes de que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día; vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestara nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar la vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living. Tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esa parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble; y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de sillas sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
— Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
— ¿Estás seguro?
Asentí.
— Entonces — dijo recogiendo las agujas — tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años.
Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
— No está aquí.
Pera una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irme y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces decía:
— Fijáte este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios. Fuera de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí el ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y en el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
— Han tomado esta parte — dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado soltó el tejido sin mirarlo.
— ¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? — le pregunté inútilmente.
— No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

EL SUEÑO DEL PONGO

JOSÉ MARÍA ARGUEDAS A la memoria de Don Santos Ccoyoccossi Ccataccamara. Comisario Escolar de la comunidad de Umutu, provincia de Quisp...